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Crédito: Foto de Faruk Tokluoğlu de Pexels
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Ricardo Ortega

Facultad de Psicología

Me gustan las ciencias conductuales y la literatura. En mis textos me gusta hablar sobre temas cotidianos, pues siento que lo extraordinario de la vida de cada uno son aquellos momentos donde hay una pequeña sonrisa, un encuentro casual o una tristeza y un pequeño llanto.

Se busca un perro

Número 15 / OCTUBRE - DICIEMBRE 2024

¿Por qué se pierden las mascotas?

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Ricardo Ortega

Facultad de Psicología

Román no encontró a su perro.

El can mestizo de pelo negro enmarañado desapareció misteriosamente. No estaba cerca de la puerta donde, con la cabeza en alto y la cola lista para agitarse con vehemencia, solía esperar el regreso de su dueño; ni en el jardín dando vueltas persiguiendo a alguna mariposa que buscaba una flor en la que posarse y las croquetas del tazón estaban intactas desde la mañana.

—Debió salir a perseguir conejos cuando mamá se fue a trabajar —dijo el niño con ligereza, construyendo la imagen hipotética del cuerpo del perro escurriéndose por el costado de la verja al salir la madre, y enfiló hacia el campo. Mas los ojos humedecidos de Román revelaron la decepción cuando ante sí se mostró el terreno alfombrado con pasto y chalchuán sin rastro de vida perruna.

La hierba se agitó de pronto y el niño aguzó la vista esperando a ver las orejas negruzcas del mestizo. “Ya verás como vuelvas a escaparte así”, pensaba en reprenderle, pero a la piel del rostro le llegó una onda gélida que le heló la punta de la nariz y la hierba dejó de moverse. 

—¡Capulín! ¡Capulín! Perro maleducado. ¡Ya verás! —amenazó Román imitando los gritos de su madre.

Recorrió el campo de extremo a extremo hasta toparse con la linde de un terreno boscoso al que nunca se había atrevido entrar. Árboles de pirul con sus frondosas ramas y frutillos rojos obstaculizaban la vista del explorador. Venciéndolo más el miedo que el coraje, Román decidió volver a casa, no sin antes echar un último vistazo al pasto y al chalchuán.

Se quedó en el umbral de la entrada jugueteando sin ganas la pelota de Capulín. “Ya verá ese perro. Cuando regrese le jalaré las orejas y se quedará sin comer una semana”, murmuraba, cuestionándose por qué si tanto quería a Capulín pensaba castigarlo de esa manera.

Transcurrió la tarde apesadumbrada. El perro no regresaba, y en el tierno pecho de Román el abandono nacía como una presión semejante a la producida por el peso de un yunque al no comprender las razones del mestizo de abandonar la casa que lo acogió desde cachorro, ni las comodidades que, muy a su manera, su dueño le proporcionaba.

Alguien azotó la puerta de la verja. Era la madre que llegaba del hospital, siempre con el uniforme de enfermera inmune a la suciedad. Cargaba en ambas manos bolsas de mandado y miró a Román con ojos encendidos, pues este en lugar de ayudarle a llevar una de las bolsas, le preguntó si Capulín no la había seguido. Ella no se molestó en responder y le estiró una de las bolsas a Román.

—¿Entonces no? —dijo él, al tiempo que tomaba la bolsa.

—No —dijo la madre, indiferente a la seriedad del asunto.

A la mañana siguiente, antes de cualquier otra cosa, Román salió al patio, esperanzado de que el mestizo negro se hallara tumbado sobre la cama de algodón sintético, pero en lugar del perro se encontró con mechones de pelo en otrora negros, ahora blancos por el paso del tiempo. Entristecido, volvió para meterse en la regadera y tomar el baño antes de irse al colegio. 

Al despuntar la tarde, en la verja del jardín seguía faltando la presencia del perro y las croquetas del tazón permanecían intactas. Román, que llevaba algunas semanas juntando los pocos pesos que le sobraban con la intención de comprarse un nuevo trompo, sacó de la lata todo el dinero que tenía, en total veinte pesos. Con el corazón vuelto lágrimas, tomó un lápiz y sobre una hoja de papal blanco, escribió:

Se busca perro

Capulín

De color negro y pelo revuelto. Grande y muy cariñoso.

Si lo encuentra, favor de tocar la puerta de la casa de reja azul número 17.

Recompensa.

 

Mensaje al que adjuntó un dibujo que más era un cúmulo de garabatos que intentaban imitar la textura del pelo del mestizo, en cuyos trazos era indistinguible la figura de un perro. Decidió conservar diez pesos para la recompensa y con el resto fue a un ciber café a sacar fotocopias del cartel artesanal. 

El dependiente del local, repantingado en una silla frente a la computadora del mostrador, pareció no oír al niño cuando le pidió que le sacara copias a la hoja que puso sobre el cristal. Estaba absorto copiando música a una memoria USB. De un momento a otro, saltó de la silla, tomó la hoja y sin volver la mirada al cliente, preguntó:

—¿Cuántas?

—Diez —dijo el niño, por ser el primer número que se le ocurrió. 

El dependiente programó la copiadora y volvió al trabajo. Al estar listas las copias, tomó las hojas sin levantarse del asiento y las dejó sobre el mostrador.

—Cinco —dijo. 

El niño apiló las monedas, agarró las hojas y salió. 

Con una cinta que encontró en uno de los cajones de la casa, pegó en postes, paredes y cualquier superficie que se le cruzara, todos los carteles. No le quedaba más que esperar a que alguien tocase la puerta y trajera consigo a su querido Capulín. 

Pasaron los días y si a los carteles las lluvias no les habían despintado las letras, alguien ya los había arrancado o escrito algo encima. Por su parte la madre, ya sin la obligación de gastar en alimento para Capulín, pudo permitirse comprar un poco más de verdura o un poco más de carne y disfrutaba la paz de no escuchar de nuevo los ladridos estruendosos del perro.

En alguna noche, durante la cena, Román le preguntó a su madre por qué se había ido Capulín si tanto lo querían. 

—Porque los perros así son —dijo ella a secas—. Apúrate a terminar que tienes tarea pendiente.

Aquellas palabras en principio le dolieron a Román, pero fueron esas mismas palabras las que hicieron que extrañara cada vez menos al perro, habituándose a no encontrarlo esperándolo junto a la verja cada tarde, con la opresión desdibujada del abandono cuando recordaba que algún día tuvo un perro llamado Capulín de pelo negro enmarañado.

Sin embargo un día, cuando Román regresó del colegio, vio junto a la verja un bulto negruzco y al aproximarse más, notó que se trataba de Capulín, con el pelo aglutinado con tierra endurecida y las patas tan delgadas que apenas podían sostener su desnutrido cuerpo. Al percibir el aroma de su dueño, los ojos entornados de fatiga del perro se abrieron llenos de vida y se irguió. Román corrió hasta él y lo abrazó, sin importarte el mal olor que despedía su querido Capulín. Ambos chillaron, el uno sacando ríos de lágrimas y sorbiéndose los mocos y el otro soltando gemidos y aullidos lastimeros. Román cargó a Capulín entre sus brazos hasta el patio y sin avisar, le echó una cubeta de agua encima, le aplicó el jabón antipulgas que guardaba en el cuarto de lavado y lo bañó cariñosamente, como la madre que baña a su hijo recién nacido. 

—Pero mira nada más lo flaco que andas, perro maleducado. Deja que te consiga algo de comer —le dijo Román a Capulín. Sacó dinero de la lata y fue a por croquetas a la tienda. 

Capulín se quedó echado sobre el pasto húmedo y como estaba reacio a moverse, Román le acercó el tazón, el cual el mestizo no tardó en vaciarlo.

La madre azotó la verja y puso cara de asombro cuando en el jardín encontró a su hijo acariciando al mestizo negro. 

—¡Mamá! Que bueno que llegas ¿me das para ir a comprar más croquetas? Capulín ya se acabó las que le di y mira lo flaco que está. 

La madre fue a dejar las bolsas a la cocina. 

—¿Sí puedes? Por favor.

La madre sacó de mala gana veinte pesos del monedero y Román corrió hacia la tienda, seguido de Capulín que ya había recuperado las fuerzas. La madre los vio desde la cocina y dijo entre dientes:

—Debí abandonarlo más lejos.

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