Facultad de Derecho
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Desde la adolescencia, el amor se presenta como una experiencia ambigua: tan bella como dolorosa. Como joven de 18 años, he descubierto que incluso el amor correspondido puede ser fuente de un sufrimiento profundo, a veces más desgarrador que el de un amor no correspondido. Es esta paradoja la que quiero explorar: ¿por qué el amor duele, incluso cuando se supone que debería sanar?
A menudo, los discursos sobre el amor parten de ideales románticos heredados de cuentos de hadas, películas como The Notebook o canciones como Scary Love de The Neighbourhood. Estas referencias constituyen una expectativa irreal: que el amor verdadero es suficiente por sí solo para alcanzar la plenitud. Sin embargo, la psicología y la literatura coinciden en que el amor es una emoción compleja que no siempre garantiza bienestar. Autores como Erich Fromm, en El arte de amar, ya advertían que amar implica esfuerzo, conocimiento, cuidado, y no solo una respuesta emocional pasiva.
El amor no correspondido, por ejemplo, se ha descrito como una forma de duelo anticipado. Estudios como los de Helen Fisher, neurobióloga de la Universidad de Rutgers, han mostrado que el rechazo amoroso activa zonas del cerebro asociadas al dolor físico. No es una exageración decir que el corazón duele. Pero más allá de la ciencia, la experiencia personal de amar sin ser amado se parece a una lluvia constante que nos cala los huesos: la espera, la esperanza ciega, el autoengaño. Como diría Pablo Neruda, “es tan corto el amor y es tan largo el olvido”.
Este dolor nace de la ausencia de reciprocidad, sí, pero también de la expectativa frustrada. La mente se enreda en suposiciones: “si tan solo me notara”, “si cambio esto de mí, quizá me ame”. Aquí el amor se vuelve más una lucha interna que una relación con el otro. Y sin embargo, este tipo de amor nos enseña, nos confronta con la necesidad de aceptarnos sin necesitar aprobación externa. Como bien escribió Alain de Botton en Ensayos de amor, el desamor revela más sobre nosotros que sobre el otro.
Pero, ¿qué ocurre con el amor correspondido? Aquí surge la contradicción más desconcertante: dos personas que se aman también pueden herirse. Al principio todo parece promesa, pero pronto emergen diferencias, inseguridades, rutinas, silencios. Y es entonces cuando el amor, aunque aún vivo, empieza a doler. Tal como lo retrata la película Blue Valentine, incluso el amor más intenso puede perderse en el desgaste cotidiano.
La psicóloga Esther Perel ha hablado extensamente de este fenómeno en su libro El dilema de la pareja. Allí sostiene que el amor duradero requiere no solo deseo, sino también renovación constante del vínculo emocional. Cuando esto no ocurre, el amor se convierte en una carga: lo sostenemos por costumbre, por miedo a la pérdida, más que por conexión genuina. El amor duele entonces no por ausencia, sino por desgaste, por el abismo que crece entre lo que fue y lo que ya no es.
Y así volvemos a la pregunta inicial: ¿qué amor duele más? No hay una respuesta definitiva. Ambos duelen de maneras distintas, pero igualmente profundas. El amor no correspondido hiere desde la falta, desde el anhelo insatisfecho. El amor correspondido que se desvanece duele desde la pérdida, desde la transformación inevitable de algo que parecía eterno.
Sin embargo, ambos dejan huellas que pueden transformarse en aprendizaje. Como escribe Rupi Kaur, “el amor no debe doler tanto, pero cuando lo hace, nos deja las cicatrices más bellas”. Las lágrimas que derramamos, entonces, no son señal de debilidad, sino testimonio de que hemos vivido intensamente. Y quizás, con el tiempo, cada historia que nos rompió un poco nos acerca al amor que no destruya, sino que construya. Un amor más consciente, más libre, y tal vez más humano.
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