Esta ventana es para mirar dentro de nosotrxs a través del arte y la creatividad.
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Evelyn Magaly Servín Jímenez | CCH Azcapotzalco
Picture of Emiliano Espinosa Sangri Ramos

Emiliano Espinosa Sangri Ramos

Facultad de Estudios Superiores (FES) Acatlán

Emiliano Espinosa Sangri Ramos es escritor, diseñador y animador digital. Tiene 22 años y reside en el Estado de México. A dos pasos de terminar la licenciatura en Comunicación en la UNAM, se dedica a escribir cuentos cortos, mayormente ficción, y de manera paralela a colaborar en proyectos cinematográficos estudiantiles como dibujante de storyboards, animador de motion graphics, diseñador y, de vez en cuando, papeles actorales mal desempeñados. Escribe inspirado en los relatos de H. P. Lovecraft, Cormac McCarthy, Juan Rulfo, Raymond Chandler y Edgar Allan Poe. Le gusta narrar terror, fantasía y crimen, siempre con un poco de humor y la siempre presente introspección.

Ojos del cerro

Número 14 / JULIO - SEPTIEMBRE 2024

¿Es posible que la naturaleza tome forma humana?

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Emiliano Espinosa Sangri Ramos

Facultad de Estudios Superiores (FES) Acatlán

–Sí, ‘mijo, y que voy y que me meto a la casa, a esconderme ¿veá’? Porque ps’ yo en ese entonces no era más que una chamaca, y uno cuando está escuincle ps’ no sabe nada de la vida. Yo le tenía miedo a eso, yo no quería verlo ni escucharlo ni na’ de’so –dijo Joaquina, mientras acentuaba su narración con movimientos bruscos de manos y perdía la mirada en el recuerdo. Luego de eso, tomó un sorbo a su atole, ya tibio. Yo trataba de ignorar el frío que ofrece la sierra a esas horas de la noche, ya que el sol duerme pero no su gente; así que, para ello, no dejé de ponerle atención. 

–Oiga, pero, ¿y las gallinas y todos los otros animales?, ¿no se los llevó o algo? 

–Na’mbre, si le digo que no hacen nada. Bueno, no todos, porque claro que hay algunos malos. Igualito que los humanos, verdá’ de Dios que sí. 

–Y entonces, ¿qué pasó después? 

–Ps’ al principio no supe porque andaba yo corriendo hacia la casa, pero luego que me volteo y que sigue ahí. Él nomás se me quedaba viendo, y ps’ yo del miedo también, ¿veá’? Pero por un ratito ni se movió ni nada, nomás se quedó ahí parado. Ya después empezó a hacer algo rarííísimo, como que se empezó a trasfo… tras… trafo… Eh, ¡Delfina…! –Y volteó hacia la cocina, donde estaba su hermana calentando algo en el anafre y le dijo algo, seguramente una pregunta, en náhuatl, que no supe traducir. Mi tía le respondió algo muy breve y mi abuela giró de nuevo hacia mí. 

–Bueno, pues, que se empezó a volver hombre.– 

Entonces arqueé las cejas y clavé la mirada en las arrugas de sus cachetes. Que ella me dijera esas cosas despojaban de toda mentira e intención de engaño a la historia, por más fantástica que ésta pudiera parecer. 

–Ey…– hizo una pausa mientras asentía con la cabeza– Nomás que no terminó de hacerlo porque sonaron cuetes, y luego luego, que se echa a correr. Rapidísimo, y luego que’ra de noche, ps’ lo perdí de pronto, se fue hecho la chingada. 

–¡Joaquina…!– dijo mi tía, regañándola, alargando la i. 

–Sí, sí, perdón. Bueno, y entonces que se va y yo, aún tiesa del susto, ps’ nomás me le quedé viendo. No vi ni quién lo andaba persiguiendo, y ya hasta después me enteré por qué.– 

–¿Te lo dijo él?– Pregunté.

–Shhhh, mijo, no te me adelantes.– Entonces yo me incorporé en la silla, cabizbajo, pero emocionado. Ella dio otro sorbito, notó que la bebida ya estaba fría (o eso supuse por la expresión que hizo) y no se molestó en calentarla o pedirle a mi tía que lo hiciera. 

–Así fueron unos días, ¿veá’? Quién sabe cuánto, pero ps’ un ratito. Venía, a distintas horas, y se asomaba, del otro lado del caminito, por ‘onde están los capulines. Se escondía por’ai entre los árboles y me veía. Como me di cuenta de que no me hacía nada ps’ dejé de tenerle miedo, ¿veá’? Y más bien me sentía como incómoda, pero luego me dio curiosidá..–

Los ruidos de la cocina se acentuaron por cuanta cosa guardaba mi tía, bajaba y movía, antes de venirse a sentar con nosotros y cenar su pan de nuez; aquello que calentaba en el anafre. Toda la casita se llenó de un olor dulce, muy agradable. Mi abuela volteó hacia mi tía sin dejar de hablar. 

–No estaba nadie, ‘nomás yo teniendo la ropa en el mecate. ‘Taba tranquilo el día, debió ser por primavera o ahí. Me le acerqué en una de’sas, así como aún espantada pero más curiosa que otra cosa. Despacito ¿veá’? y él también. Y conforme se iba acercando se le va quitando como que el pelo negro ese que traía, y se le iba haciendo el hocico chiquito hasta que si’zo boca de hombre, ¿veá’?, y las patas esas que traía se le hicieron también manos de hombre, y todo él se hizo hombre. 

–¿Y… y la ropa, cómo le hizo para la ropa? 

–-Fue la primera vez que lo veía hacerse hombre completamente.– dijo mi abuela, ignorando mi pregunta.– Claro que yo me’spanté, no me moví nadita por un ratito–, dijo, mientras asomaba la dentadura chimuela con una sonrisa. Mi tía también rió, con la boca llena de pan.– pero no es que sintiera miedo, sino asombro. Era requete raro, y luego me dijeron que pa’ que pase eso y uno lo vea está difícil. 

Hizo una pausa, se carcajeó un poco y luego sopló un suspiro lleno de lo que supe reconocer algo parecido a la nostalgia. 

-No nos dijimos nada, y al principio ni nos movimos, hasta que él me sonrió y me acarició el cachete. Yo estaba fría, pero fría.– dijo, alargando la i.– Y más cuando lo reconocí. “Don Aurelio Sánchez Gutiérrez”, le decían. Me suena hasta raro decirle así, a mi Aurelio. Uy sí, bien importante.– Y volvió a reír. 

Yo tenía los ojos que ya no podían abrirse más, el ceño fruncido y la boca entreabierta. Mi confusión me ahogaba. 

–¿Cómo, el abuelo…? 

–Sí, ‘mijo, tu abuelo, ese mero. ‘Noooombre, hombre maravilloso entre los que se le parezcan, un caballero, ¿veá’?. Vieras que la mitad de las biznagas que andan por’ay plantadas ‘tan ahí por mi Aurelio. Sí señor, él mismo se dedicó a plantarlas.– Dijo, mientras trazaba una línea con el brazo extendido, como acentuando las hectáreas de terreno que debieron ser cubiertas con biznagas. Luego se quedó mirando hacia la ventanita sin cristal que daba al exterior, era una noche donde no se alcanzaba a ver más que algunos tonos de azul muy oscuro y siluetas vegetales. Por esa ventanita, y las del resto de la casa, entraba una brisa fría como pocas, tanto como agradable. 

Yo me dediqué a disfrutar de esa pausa en silencio e imaginarme a mi abuelo, “Don Aurelio Sánchez Gutiérrez”, con las manos callosas pero duras como molcajetes, cavando mil huecos en la tierra y llenándolos con mil joyas verdes que brillaban igual o más que cualquier perla o diamante. Me imaginé cómo, cuando aquellas esmeraldas crecieran tanto como las manos de mi abuelo (que ya de por sí, suponía yo, debieron ser enormes), del centro de cada una florecerían coronas del color de la jamaica, o de la mandarina madura, o de la nieve cuando acaba de caer. Botones que se abrirían en muchos pétalos, tan contrastantemente delicados como las firmes hojas puntiagudas de la cactácea. Me imaginé todo eso y sin darme cuenta, sonreí. Lo supe hasta que mi abuela me dijo: 

–’Nomás que ya es muy peligroso para él andar allá afuera ‘orita. Bueno, de un tiempo pa’cá. Lo andan buscando.– Y dejé de sonreír para mirarla, confundido y preocupado. 

–¿Cómo así?– Pregunté. 

-Sí. Ya lleva un buen rato que ‘nomás se la ha pasado echándole ojo al cerro, vuelto tecolote o gato negro, ¿veá’? No puede hacer más porque si lo ven…– e hizo una mueca como de lástima mientras negaba con la cabeza. Yo trataba de conectar los cables, pero tuve que preguntarle, porque por mí mismo no lograba llegar a alguna conclusión. 

-¿Pues no que se había muerto mi abuelo?– dije, y mi abuela me volteó a ver con mucha dulzura y lástima. Entendí, antes de que hablara, que sus ojos eran de “¡Ay, pobre chamaco!”. –Ay, ‘mijo, dijimos eso pa’ que lo dejaran de buscar. ‘Nombre, qué se va a andar petateando mi Aurelio.– Lanzó un manotazo al aire y frunció el ceño. Yo miraba al vacío, otra vez con los ojos grandotes, dándome cuenta de que tenía muchos más cables que conectar que antes. –No, hombres como mi Aurelio duran toda la vida. Vieras el chingado problemón… –Joaquina…– Interrumpió mi tía otra vez, algo adormilada, desde el otro lado de la casa, otra vez alargando la i. Estaba recostada sobre un petate que alguna vez fue de muchos colores. Tenía la cabeza sobre un almohadón igual de viejo que su cama. 

–…el problemón qui’ubo cuando vinieron esos señores a la casa. Al principio yo ‘nomás les decía que no sabía dónde estaba, que no lo había visto, pero ps’ no me creyeron, ¿veá’? Y ya que siguieron regresando, bien enojados ellos, les dije que había muerto. Dios sabe cómo les hice para convencerlos. Bueno, aparte de la calaca que mandé traer del panteón pa’ enseñárselos, ¿veá’?– Hizo una pausa y yo volví a abrir los ojos hasta donde pude. Me dolía la frente para entonces. Volteó a verme y se carcajeó como nunca aquella noche, o como nunca en su vida, tal vez. 

-Na’mbre, ‘mijo, ¿cómo crees? Pero ps’ como se pasaron un buen rato buscándolo por todas partes sin nada, ps’ se rindieron, yo creo. Y ps’ mi Aurelio no es tonto, no, ni tantito. ¿Veá’ que no, chulote?- Dijo apretando los labios, mientras veía hacia la ventanita otra vez. 

De pronto, una mariposa, más negra que el cielo detrás de ella, se acercó silenciosamente a la casita y se posó en el marco de barro de la ventanita. Movía las alitas frenéticamente. Me veía a mí (o yo tenía la sensación de que eso hacía), a mi tía, quien ya estaba dormida; a la cocina, al techo, y al final a mi abuela, quien sonreía de oreja a oreja. Por un buen rato, aquel insecto no se movió de la ventanita, y se limitó a observar toda la casa, repasando cada rincón varias veces. 

Entre el silencio que se había formado, yo volteé a ver el muro que tenía detrás de mí, donde sabía que estaba colgada la única foto de mi abuelo que tenía mi abuela. Era él, hincado, sonriendo a cámara, a lado de una biznaga enorme, tan alta como la mitad de mi abuelo. Se notaba cómo el sol había acariciado aquella foto millones de veces, todas las mañanas y antes de volverse a meter en el horizonte. 

Volteé a ver la ventanita, donde seguía parada la mariposa, la cual dejó de moverse para verme a mí. Por unos segundos nos quedamos quietos todos: mi abuela viendo la mariposa, la mariposa a mí y yo a ella de vuelta. Entonces, se fue, aleteando delicadamente y perdiéndose casi instantáneamente en la oscuridad. 

Entró otra brisa que levantó las canas de mi abuela y en mí una sonrisa. 

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