Facultad de Filosofía y Letras (FFyL)
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La sustancia es una increíble alegoría —consecuentemente una crítica— sobre cómo la industria farmacéutica y de la belleza, los cánones de belleza patriarcales y la cosificación del cuerpo femenino, terminan por consumir a una mujer tanto física como mentalmente. O al menos esa fue la idea con la que parece haber sido concebida y posteriormente recibida por la crítica, así como por el numeroso público que hizo de ella un éxito en las taquillas. Dirigida, escrita y producida por la francesa Coralie Fargeat, La sustancia fue estrenada en mayo de 2024 en la 77.a edición del Festival Internacional de Cine de Cannes, en el cual ganó el premio al mejor guión. Ésta presenta la historia de Elisabeth (Demi Moore), una estrella en decadencia que, debido al terror de envejecer y dejar la pantalla grande, consume una droga para crear una versión joven mejorada de ella. De esta manera, surge Sue (Margaret Qualley) y ambas tendrán que lidiar con los efectos secundarios que irán empeorando gradualmente, todo bajo un estilo cinematográfico muy particular y una supuesta pertenencia al cine de terror, particularmente el body horror y el gore. Dicho esto, el presente texto busca dar una opinión alternativa a las críticas populares y a la agenda feminista con la que se publicitó la cinta, poniendo en duda estas ideas y reflexionando sobre ella.
A modo de pequeña aclaración, cabe decir que esta reflexión no se meterá en cuestiones del estilo cinematográfico, sino que se limitará a revisar la construcción de la crítica social y, por lo tanto, las conclusiones de ella. Por un lado, porque narrativamente es tan pobre e incoherente, que requeriría un análisis más largo y crítico. Por el otro, porque como producto audiovisual, resulta un ensamble mainstream automatizado —al más puro estilo de Tik Tok— y que funciona sólo bajo efectos de sonido y de imagen sobredimensionados, superficiales y sumamente industriales que, como se verá después, son utilizados con un mero fin mercantil. En otras palabras, que no tiene un verdadero valor o virtud qué inspeccionar. No obstante, será útil tener en cuenta esto, puesto que muchos de sus problemas y contradicciones, vienen de su mal guión y su austero lenguaje cinematográfico.
En primer lugar, como ya se mencionó, el filme al menos como se le ha entendido discursivamente según la recepción del público, manifiesta una aguda crítica sobre cómo los estereotipos de belleza femenina impuestos por el patriarcado —representados en el personaje de Harvey (Dennis Quaid), el productor— producen una gran cantidad de martirios y consecuencias negativas para la mujer. Sin embargo, no hay un ápice de coherencia en el discurso que presenta Fargeat para realizar esta crítica. De hecho, de manera totalmente contraria, refuerza el status quo de violencia patriarcal. Es decir, por más que la cinta se esfuerza constantemente en señalar cómo esos cánones de belleza —principalmente el relacionado a la juventud-vejez— consumen a Elisabeth, la forma en que todo es creado y filmado demuestra lo contrario. Por ejemplo, en las escenas de baile de Sue, la imagen se presenta a través de planos detalles —persistentes durante la mayor parte del largometraje— de los glúteos, las piernas y los senos de Margaret Qualley. Bajo la lógica de la cinta y debido al mal guión que trata de dar un producto ya procesado, fácil y digerible al espectador, ésto se hace para indicar el énfasis y lo privilegiado de un cuerpo joven en la industria. Sin embargo, resulta lo contrario: debido al mal guión que necesita insistir tanto en su discurso —pues no es capaz de representarlo—, es más una mirada sexualizada sobre la mujer que reproduce lo que tanto critica el feminismo, la cosificación del cuerpo de Qualley.
En segundo lugar, viene algo aún más aterrador y contradictorio para el mensaje que inicialmente se planteaba: la aparición del monstruo en el tercer y último acto. Al crear esa suerte de monstruo, termina por consolidar la dicotomía entre lo bello y lo monstruoso. Dicho de otra manera, si en un inicio lo que buscaba la cinta era desmitificar el mito y la prevalencia de lo canónicamente bello, al volver a su personaje un monstruo que genera repudio y aversión de los espectadores —tanto los de la diégesis como los del público real— y presentarlo como la peor de las consecuencias posibles, lo que hace es afirmar que sólo existe una forma posible de belleza, aquella de Sue. Pues plantea a lo monstruoso como lo ajeno, lo malo, lo extraño, lo sigue colocando bajo la dependencia del concepto de lo bello; no como lo otro que existe, que no depende de algo más, que es y se afirma en él mismo. El monstruo debería ser la posibilidad de pensar otra forma del cuerpo normativo e ideal; sin embargo, aquí esa normatividad produce y condena al monstruo. Lo que podría ser una vía alterna para pensar los límites de la construcción social normada del cuerpo y la belleza, gracias a Fargeat, termina reforzando la dicotomía de la belleza patriarcal. Es sólo un desvarío materializado del patriarcado y el culto al cuerpo que pretendía criticar.
Finalmente, de lo anterior es posible concluir dos cosas que están intrínsecamente relacionadas: el mero fin mercantil de La sustancia y lo errado de la agenda feminista con la que se plantea. Por una parte, a esto no se le puede llamar gore o body horror debido a que no hay alguna postura estético-filosófica en sus bases. Si se le piensa seriamente, a pesar de su irremediable intento de usar la estética del cine exploitation y sus referencias al cine clasificación B, ni siquiera cede completamente al gore. Como ejemplo, la escena final sólo muestra escenas discontinuas de las reacciones del público, o sea, una muestra inofensiva que atiende más a una búsqueda de sensacionalismo. Es decir que la crudeza de sus imágenes funciona sólo como morbo: hiperviolencia, superficialidad y algo polémico que se venda. Por el otro, que la estampita que se le pone de feminista y provocadora se hace únicamente para fines de publicidad, pues no es una cinta subversiva y la exposición de sus temas es contradictoria. Consecuentemente, cabría repensar si la industria cinematográfica, como buena industria de masas, sólo utiliza el nombre de un movimiento político y social para llegar a más público que busca una reflexión sobre el mundo y representaciones dignas, o, por el contrario, si las contradicciones infinitas en la formulación de la cinta recaen únicamente en Fargeat.
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