Colegio de Ciencias y Humanidades Plantel Vallejo
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Viví una historia que quizá nadie creerá. ¡Y no los culpo! Incluso a mí aún me cuesta diferenciar la fantasía de la realidad. Y es que se dice que cuando un corazón roto derrama una última lágrima de dolor, los Cuidadores permiten el nacimiento de una nueva hadita para que vaya a sanar las heridas de quien lo necesite.
Recuerdo el día en el que mi hadita vino a mí. Fue en mi cumpleaños número 10 y seguro que piensan que llegó a mí como deseo de cumpleaños y quizá sí, pero no es el tipo de deseo que alguien pide frente a un pastel con velitas y una familia reunida, de hecho, fue un poco diferente, pues mamá había estado ausente durante exactamente 3 mil 285 días y papá… sí que se había acordado, hasta había traído a una invitada, la subió a su cuarto y empezaron a celebrar mi cumpleaños sin mí. Raro, ¿no?
La noche ya había caído sobre la granja, incluso desde aquí se veían las luces del pueblo que empezaban a iluminar el camino de las almas nocturnas, incluyendo la mía, pues a través de la ventana se veía una pequeña luz brillante que me pedía a gritos que la siguiera. Bueno… no me lo pedía como tal, pero yo estaba chiquita y curiosa así que hice lo que cualquier personita de 10 años haría: salí de la granja y la seguí, caminé entre los arbustos, esquivé algunas flores, sabía que me había alejado de la granja lo suficiente como para ya no oír los gritos de papá y su nueva amiga.
—¿Quién eres? ¿Viniste por mi cumpleaños? —recuerdo haberle cuestionado a aquella personita que había tomado forma en cuanto más me acercaba, sin embargo, ésta solo hacia ruidos similares a los de una campanita. La hadita volaba de arriba a abajo, en círculos, siendo yo su centro de rotación, entonces empezamos a jugar, ella sonreía y yo empezaba a conocer lo que alguna vez papá mencionó que era la felicidad.
Solo éramos mi hadita y yo, mi nueva amiga que brillaba cual estrella bajada del cielo y no solo brillaba para ella, sino que me hacía sentir iluminada, feliz y hasta donde recuerdo fue el primer cumpleaños en el que pude sonreír con alguien más.
Desde que mi hadita había llegado a mí, mi vida cambió por completo. Recoger la fruta de la granja ya no era una tarea tediosa pues mi hadita me había enseñado a hacerlo de manera divertida, ya no tenía que pelear con las gallinas porque mi hadita recolectaba los huevos por mí, incluso desde que ella llegó el monstruo de mi cuarto había dejado de aparecer. Mi vida por fin parecía tomar el significado real de vida.
Así como recuerdo su llegada, también recuerdo el día en el que se fue. Incluso ahora que lo pienso, ese día se sentía diferente. Fue diferente.
Era el último día de recolección, ya que la temporada de mangos había terminado, las gallinas habían dejado de poner huevos y el resto de los animales estaban descansando en sus corrales. No había nada más que hacer, así que regresé a casa cargando el último lote de mangos mientras mi hadita iluminaba nuestro camino.
El camino a casa fue extrañamente corto, llegué incluso cuando la puesta de sol aún iluminaba la granja.
Cuando entré a la granja papá ya estaba ahí, se veía diferente, olía raro y tenía los ojos rojos.
—¿Lloraste, papá?
—Vete a bañar, mi Solecito, hoy vamos a jugar –aunque evadió mi pregunta no me molestó, incluso su respuesta iluminó mi día a pesar de que la noche ya había caído. Subí corriendo a mi cuarto y entré a la regadera, el agua fría cayendo sobre mí ya había perdido su efecto, nada me importaba porque papá iba a jugar conmigo.
—Hadita, ¿lo oíste? Debo pensar en un juego divertido para que papá quiera jugar siempre conmigo.
Ahora que lo pienso, en ese momento la emoción me cegó, pues mi hadita se veía cansada, sus alas estaban un poco caídas y su brillo tan resplandeciente parecía estarse apagando, pero no quise notarlo porque papá iba a pasar tiempo conmigo y solo eso me importaba. Grave error, pero ¿cómo iba a darme cuenta si solo tenía 10 años?
Tic tac, las 8 y papá no llegaba.
Tic tac, las 9 y papá no llegaba.
Tic tac, las 10 y papá entró a mi habitación, mientras más se acercaba, su figura se iba deformando ante mis ojos. ¡Era el monstruo!
—¡Hadita, ayúdame! ¡El monstruo! ¡El monstruo!
Aquel monstruo que me había atormentado durante toda mi vida estaba aquí otra vez, esta vez se veía más grande y más tenebroso, quería llorar porque había venido a asustarme como cada noche antes de que mi hadita llegara.
Me escondí debajo de las cobijas tan rápido como pude, cerré los ojos por unos segundos, empecé a abrazar cada vez más y más fuerte las cobijas porque sentía al monstruo cada vez más cerca. Y más cerca… Y un poquito más…
Estaba sobre mí, podía sentirlo, estaba a punto de gritar cuando de repente el sol volvió a iluminar a través de la ventana de mi cuarto, se escucharon los cánticos mañaneros de los pájaros, incluso los gallos madrugaron, la granja dejó de sentirse embrujada. Sin darme cuenta, el amanecer cayó sobre mí y la granja. ¡El monstruo ya no estaba!
Y mi hadita tampoco.
Bajé lo más pronto que pude para buscarla, no estaba en el baño, no estaba en la cocina, no estaba en el granero, no estaba en los cultivos, no estaba en el cuarto de papá… y tampoco estaba papá.
¿Hadita? ¿Papá? ¿Qué debía hacer?
A unas cuantas horas después del amanecer, como por arte de magia, mamá había aparecido por la puerta, iluminada por los rayos del sol, parecía una escena sacada del cuento de hadas más fantasioso que jamás se haya escrito, pero yo lo recuerdo porque lo vi.
Escribo esto en medio del bosque en el que te encontré por primera vez, hadita, con la brisa golpeando mi rostro, elevando mi cabello y secando mis lágrimas de nostalgia porque no sé cuánto tiempo más podré recordarte. Pero, hadita mía, sé que fuiste real, papá fue real, el monstruo fue real y ahora que le cuento esto a mamá casi 15 años después ella sabe que fue real.
Así que gracias, hadita, por liberarme del monstruo que vivía conmigo en la granja embrujada, sé que algún día te tendrán que llegar algunas de mis cartas, no sé a dónde fuiste o por qué no te despediste, pero quiero que sepas que te llevo siempre en mi corazón.
Gracias por sanar mi corazón.
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