Facultad de Ciencias Políticas y Sociales
Facultad de Ciencias Políticas y Sociales
Tendría unos seis años cuando lo vi por primera vez. Una tarde, después de comer, estando en el patio de la casa jugando con Rodo, el perro, escuché que me llamaba con una vocecilla chillona. Se escondía entre los árboles pasando de uno a otro a grandes zancadas. Si ambos nos mirásemos reflejados al espejo, diría que no era más grande que yo, pero me paralizaba su apariencia de figura humanoide, flaca, encorvada, torcida diría yo. Asemejaba a algún tipo de extraterrestre que había visto en cierto comic.
Realmente era como una fea versión humana, y eso me causaba esas repentinas sensaciones en el estómago, como de calambres que corren hacia arriba y hacia abajo. Su aspecto no encajaba en este mundo: bastantes cabellos negros en la cabeza, orejas en punta, boca grande y quijada alargada, nariz achatada, enormes pies. Sus ojos eran un poco saltones, no muy grandes pero lo que desconcertaba es que nunca estaban quietos, moviéndose siempre de un lado a otro como si lo hicieran involuntariamente; por momentos parecía no verte, sin embargo, en todo tiempo sabía dónde estabas. ¡Y esos brazos! Tres de cada lado y aunque los inferiores no tenían mucha movilidad, todos en conjunto daban la impresión de serpientes ondulantes en los costados de su torso. Remataba su aspecto, un color violáceo en una piel gelatinosa y un inusual olor adulzado, pero a la vez desagradable que todavía no identifico.
Nadie más que yo parecía verlo, a nadie más que a mí parecía murmurarle, parecía no encontrar su lugar. Estaba siempre solo, sí, un pequeño ente solitario en medio de un mundo inusual. Yo le miraba sorprendido, en un estado de intranquilidad en el que constantemente se tocaba su cabeza apretándola y retorciéndola entre sus manos a la vez que hacía gestos. También veía cómo se esforzaba por aquietar y esconder sus brazos inferiores, tratando de parecer humano. En fin, era un misterio, y me daba preocupación y lástima verlo así, pero también sensación de peligro.
Al paso de varios años, empecé a comunicarme con él: ¿Me puedes entender? ¿Quién eres? ¿De dónde vienes? ¿Por qué tienes tantos brazos? ¿Por qué tus ojos se mueven? ¿Quién te arrojó a este mundo? ¿Dónde está tu casa? ¿Por qué estás aquí? Le preguntaba tanto como podía cuando estaba quietecillo, cuando más inofensivo parecía. Hasta que un cierto día, dijo articulando palabras con cierta fluidez:
─Soy Gégenees. ¿Y quién eres tú?
Desde que lo vi cuando niño, no lo había vuelto a observar tan de cerca; siempre era la misma máscara grotesca, así que lo evitaba siempre que podía. Pero ahora que lo tenía enfrente lo noté distinto… lo sentí diferente… pues cuando el viento levantaba los largos mechones negros y apelmazados de su cara y los rayos del atardecer la iluminaban, veía que había tomado formas evolucionadas…
─¡Oh! ¡pero… qué diantres! ¡Es tan parecido a mí! De pronto parece mi reflejo ondeando en las aguas de un gran charco. Esa nariz, esas orejas, esa boca, esos pómulos salientes, ese cuerpo grande pero con seis brazos, todo es tan igual a mí, solo sus ojos raros están tan encendidos como aquella primera vez que los vi tras los árboles, aunque ahora, ya no se mueven tanto.
¿Que cómo llegué hasta este punto de descubrimiento? Bueno, en próxima ocasión tal vez quieran asomarse a la ventana y conocer otra parte de la historia junto a Gégenees…
Por: Carla Edith Martínez Vital
El amor está más allá del bien y del mal
Por: Edgar Humberto Soto Monrroy
Poemas sobre amor y aves atravesados por la historia del corazón
Por: Alan Alegría Martínez
¿Y si las rupturas se quedan con nosotros para siempre?
Por: Luis Iván Rojas Mares
La métrica del entendimiento para el amor y el deseo