En estas trincheras nuestras armas son palabras convertidas en argumentos y contra argumentos.
En estas trincheras nuestras armas son palabras convertidas en argumentos y contra argumentos.
Andrea Flores Aquino / Escuela Nacional Preparatoria Plantel 9
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Elliot A. González

Facultad de Ciencias Políticas y Sociales

Ingeniero en Matemáticas del IPN y futuro Comunicólogo de la UNAM. Bueno en todo experto en nada (Todólogo, pues). Escritor de banqueta, matemático absurdo, cineasta de pacotilla, artista del sueño diurno y gay. Ama las piñas coladas, salir a explorar, ver telenovelas, dominar a las bestias y convertir el agua en vino. Perdón por las groserías y la irreverencia.

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Número 17 / ABRIL - JUNIO 2025

A propósito del dilema si consumimos el amor, o él nos consume

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Elliot A. González

Facultad de Ciencias Políticas y Sociales

El amor es un lujo que los pobres sólo podemos cotizar, y que los ricos siempre desperdician. Hace unos meses estaba buscando empleo por doquier. Ya te la sa’, hacer tu CV, buscar referencias, hallar un trabajo más tolerable que perfecto. Y uno piensa: “¡Achis! Es igual que buscar el amor”. A la par de descargar apps laborales, bajé otras de ligue, pero (¡spoiler!) tampoco funcionó. Mandaba corazones con la misma fe con la que picaba “Postular”. ¿Cómo venderse si ni chance te dan de presentarte? Como Diría el Shrek: “Me juzgan sin siquiera conocerme.”
En esta era de hiperconexión, querer es como comprar remates en Shein o Temu: te deslumbras con la foto, añades al carrito y cuando llega… ¡Changos marangos! Te sientes estafado. Nos enseñan un amor a la expectativa tan bien recortado que es irresistible no desearlo. Hasta se siente que te han privatizado el sentimiento. Creemos elegir, pero es al revés: consumimos amor con la prisa con la que scrolleamos en TikTok. Hace unos meses, una compra me puso cara a cara con el interés amoroso. Vi en un grupo de Facebook el anuncio de un chico que, en su foto de perfil se veía tierno y alivianado, barbón y atractivo, vendiendo galletas de esas con figuritas hechas de royal icing. Soy adicto a esas madres (a los postres y a los chicos peludos). Le pedí unas pa’ comer y otras pa’ regalar en la víspera de las fiestas patrias. ¡Viva México! Ya se la saben. Ajúa, y todo eso.
Le pedí una orden y quedamos de vernos en Buenavista. Me acompañó la “Meche”, mi amiga argüendera de estándares altos en varones, quien al ver a el “Mapache” (así lo bauticé) soltó un “Órale, está buapo”. Y sí, lo estaba. El Mapache traía una chamarra deportiva azul verdosa, de esas que te hacen ver atlético aunque no lo seas; unos oclayos re-preciosos, así como cansaditos y unas mejillas regordetas que le daban un aire entrañable y dulce. No era un modelo de Instagram, pero tenía ese “no sé qué” que te hace querer saber más de una persona, ¿saben? Lejos de darte un taco de ojo, te presentaba algo invaluable y de un alto costo en el mercado bursátil del amor: confianza.
Ya estaba bien puesto. Directo al desmadre para aventarnos en deudas en el banco de los sentimientos. Porque este chico, era como encontrar ese empleo agustín: paga decente, horarios flexibles, posibilidad de home office, y todas las prestaciones, aunque esté un poquito lejos de tu casa o jefes medio insoportables. Algo bien, algo bien. Platicamos a los pocos días, nos llevamos chido… hasta que supe lo peor: la vacante de su corazón ya estaba ocupada. Aquel Mapache de ojito agotado traía novio incluido, ¡por supuesto que sí! Porque claro, si algo aprendí es que en el mercado del amor, justo cuando crees haber cerrado el trato, resulta que solo eras candidato de relleno. Su relación era un outsourcing emocional con cláusulas absurdas, o como la gente describe: “Es complicado”.
Me aferré a la excusa más estúpida y efectiva: comprar más galletas. No porque las necesitara (mi vesícula ya tramitaba un amparo), sino porque cada transacción era una excusa para verlo, alargar la plática, robarle minutos de atención como quien se clava muestras gratis en el súper. Y funcionaba. Hasta parecía que le vendía un infomercial de mí mismo: “¡No deje pasar esta increíble oferta! ¡Pareja funcional, leal y con ansiedad incluida!”.
Sin embargo, en este tianguis bursátil del amor, la oferta y la demanda son más traicioneras que un crédito de Coppel. Ante ello, el Mapache parecía cómodo con mi compañía y el préstamo de nuestro tiempo se prolongaba a meses sin intereses. coincidía nuestro amor por el cine, su fascinación por los disfraces de Halloween (me mató con su idea de vestirse del Robotcito de Robot Dreams), aunque me escuchaba con una paciencia tal que ni un terapeuta de alto presupuesto podría, había un abismo entre lo que sentía y lo que él estaba dispuesto a ofertar. Su concepto del amor no tenía etiquetas ni contratos, era tan amplio y transparente. Era un mercado libre. Traía bien puesta la camiseta de “Poliamoroso a mucha honra”. Y eso le tronó la relación con su novio. No porque no lo amara, sino porque el otro no estaba dispuesto a compartir la acción mayoritaria de su corazón.
Para probar su modelo, me invitó al cine a ver Smile. ¿Fue una cita? Quién sabe. Él pagó los dulces y me tomó una foto con el guapo de Jonathan Bailey de cartón. Me hipnotizaba lo fácil que era confiarle mis pensamientos más abstractos y enigmáticos. Me escuchaba con interés genuino, sin respuestas de libro de autoayuda. Y yo hacía lo mismo por él. Nos volvimos íntimos sin necesidad de tocarnos. Hasta en el amor hay productos premium y versiones de prueba, pero nosotros teníamos algo de un nuevo nicho, un nuevo target. Amigos con coqueteo.
Después de meses de insistencia, me llevó a su grupo de vóley LGBT+. Ahí entendí su modelo de negocio emocional: su amor no se centraba en una sola persona, sino en una red afectiva amplia, una pirámide relacional donde nadie tenía el control absoluto. El grupo estaba lleno de hombres atractivos, carismáticos, que gozaban de compartir un ratito del tiempo en ejercitarse y pasarla bien. Se hacían llamar los Mapaches de Arboledas. Sin querer, me convertí en uno de ellos también. Entendí que yo, con mi mentalidad de exclusividad y contrato indefinido, nunca podría ser parte de su esquema, a menos que me integrara a su nómina, ¿saben?
Y entonces pasó: nos abrazamos un par de veces, de esos apapachos largos, donde el calor de los vientres se siente y el silencio pesa como deuda vencida. Pero antes de que me hiciera ilusiones, él me lo dejó claro: “Lo que siento por él, jamás podré sentirlo por ti”. Y ahí me rompí, como cuando ahorras meses para algo y descubres que lo han subido de precio o ya ni siquiera está disponible. Ahorramos tanto dinero para el amor y ni nos damos cuenta que no nos alcanza. El amor no acepta pago con tarjeta o efectivo, o vales de despensa…
Entonces, las preguntas empezaron a flagelarme: ¿Consumo el amor o me está consumiendo?, ¿vale la pena el precio?, ¿hay un costo siquiera para estos sentimientos abrumadores? Para aquellos días ya lo conocía mejor y eso me gustaba. Nuestra amistad se forjaba entre la añoranza de pertenecer y la resistencia al trauma. Hablábamos de la familia, los miedos, los sueños. Mapache era un personaje: pagaba su renta, era quisquilloso con la comida, odiaba el BBQ, pero amaba la MA-YO-NE-SA. Solía oler a mantequilla quemada y pasto mojadito; le gustaba dibujar, decorar galletas y contemplarse con humildad. Amante de los perritos. Le encantaban los abrazos, aunque decía que el contacto físico lo fastidiaba. Amaba la Biblioteca Vasconcelos, (¿y quién no?). Aunque tenía un libido fogoso, el apapacho público le daba pena. Odiaba los conflictos y, a veces, sacrificaba su bienestar por la paz ajena.
Uno entonces cree que se está enculando, pero no es así… ¡No es así! Nos besamos una vez, después de un partido de vóley. Yo estaba fulminado, no sólo por el desgaste físico, sino por las noticias cabronas sobre mi salud, mi futuro, mis sueños como escritor. Derrotado sin más, pues. Y él, en vez de irse como cualquiera cuando uno contesta “Nada” al “¿Estás bien?”, se quedó un rato conmigo. “No sé qué te pasa, pero sé que no debo irme”. Ahí, en el andén del metro, lo besé. No para convencerlo, sino para sellar un trato tácito: no podríamos amarnos, pero al menos nos entendíamos. De esa forma supe que, aunque usara todo el maldito diccionario, no encontraría palabra alguna para lo que sentía por él… pero no era amor.
El amor es como querer comprarte unos tenis perrones en una boutique fresona de la Roma, pero nomás traes un billete arrugado con diurex. Te asomas al aparador, suspiras, te imaginas con ellos, pero cuando sacas la lana, la cajera te ve con cara de “No, chavo, aquí no fiamos.” No es que no los quieras con toda el alma, es que simplemente no te alcanza. Y el deseo no paga la cuenta. Mapache cargaba con ese letrero de “Hoy no amamos, mañana sí” cuando se trataba de mí. En otras palabras: no estábamos enamorados, sólo nos entrañábamos.
Porque eso pasa con el amor, compi: no es nomás de querer, es de poder. No con el “can”, sino con “be able to” como diría el Duolingo. Y cuando no te da el presupuesto emocional, te conformas con el cariño, con las sobras de una esperanza. Lo miras de lejos, como quien ve ropa de diseñador en un tianguis, sabiendo que su aguinaldo no alcanza ni pa’ la copia pirata. Otros amores son puro escaparate: te paran en seco, te hacen soñar, pero nunca serán tuyos. Y ni modo, en este pinche mercado del querer, unos traen la cartera gorda y otros nomás el deseo atorado en la garganta. Pero tal vez un día, me llegue a alcanzar, ¿no?
Me esperancé.
Quise comprarle un detalle para San Valentín. Un mapache de peluche de una tienda china, de esas donde venden desde corazones de peluche hasta figuras del Chile Morrón o del “Hola Kitty”. Porque aunque el capitalismo nos ha enseñado que el amor se mide en regalos, hay objetos que terminan cargados de un valor tal que no importa lo chafitas que sean. ¿Apoco no guardas cosas insignificantes porque te recuerdan a alguien? Pero el dinero no me alcanzó. Decidí ahorrar y, cuando al fin junté lo necesario, me avisó que no iría al vóley. No compré el regalo. Lo tomé como una señal.
Días después, lo vi coqueteándole a otro chico. No eran celos, lo juro. Era más un achicopalamiento de un interés no correspondido. Pero en retrospectiva, qué más daba si su presencia me traía paz, seguridad y bienestar. Fue entonces cuando entendí que yo era otro consumidor más en un mercado de afectos al por menor. No quería ser su amante, sólo ocupaba su amistad.
Mi maestra de Fotografía publicitaria decía que, para que alguien compre un producto, debe verlo al menos 25 veces. Por eso nos bombardean con anuncios en todos lados. Pero ni aunque me parara 25 veces frente a él, nada lo convencería de comprarnos. Yo era un mal vendedor de mi amor. ¿O vendía el producto incorrecto?
Romantizamos tanto las relaciones ideales que malgastamos las reales por alcanzar una fantasía comercial. Nos han vendido humo. ¡Me he estafado a mí mismo! Sin darme cuenta, no apreciaba lo que tenía: un amor platónico amistoso. Él era mi amigo. Y yo estaba feliz con eso.
Nos han enseñado que lo único valioso es el amor de pareja, el que trae fuegos artificiales y dramas de serie coreana . Y en esa necedad, olvidamos que hay cariños que sostienen sin tanto choro, sin tanto marketing emocional. Mapache me dio paz, independientemente de mi corazón inquieto. Como dijo Cantinflas: “¿En qué tiempo está conjugado amar sin haber amado? En tiempo perdido.” Pero yo no estaba perdiendo nada con el Mapache cerca. Al contrario, era lo que necesitaba.
Porque en este capitalismo emocional, nos entrenan para buscar intensidad y no estabilidad. Para quererlo todo o nada. Y así vamos, como clientes insatisfechos, desechando lo que no nos da ese rush. Hasta nos da “wewencha” sentir después, y eso no está chido. Entonces, ¿qué pedo? ¿Vamos a seguir tragándonos el cuento o aprendemos a querer sin volvernos locos? El amor no me va a consumir más.
De ahí, regresa uno a la tienda china, donde ahora hay descuentos de la merma. Y en medio de todo, un letrero brilla con un alivio infinito. Así nomás, empieza a sonar Juan Gabriel de fondo: “Yo sé, que a mi lado, tú te sientes pero mucho muy feliz/ Y sé, que al decirte, que soy pobre no vuelves a sonreír/ Que va, yo quisiera, tener todo y ponerlo a tus pies/Pero yo nací pobre y es por eso que no me puedes querer”.
Y ahí está uno, después de tanto mandar solicitudes en el mercado del querer, viendo cómo nadie te da el puesto, ni el tiempo, ni siquiera la cortesía de un “gracias, pero no.” Te quedas en el pasillo de ofertas, con el corazón empacado en celofán barato, con un letrero de “remate final”, esperando que alguien se anime a llevarte, aunque sea por lástima o por la emoción de una compra impulsiva.
Pues en esta economía emocional, el amor es un producto perecedero y algunos nos quedamos con la mercancía caduca, atrapados en la liquidación eterna de sentimientos que nadie quiso comprar. Ni con pago a meses sin intereses. Porque en este pinche tianguis del amor, hay corazones que nomás no se venden, que nadie se lleva aunque estén en promoción. Y así, terminas con el tuyo en las manos, como quien se aferró a un regalo que nunca entregó, como quien compró algo con la ilusión de compartirlo y terminó guardándolo en un cajón, esperando que algún día le sirva a alguien más…
Porque esa es la otra cara del amor: no la de los que lo tienen todo y lo desperdician, sino la de los que están dispuestos a darlo todo, a chambear aunque sean en condiciones poco favorables… y aun así se quedan con la mercancía caduca, esperando a que un día, aunque sea por error, alguien los elija. Probablemente, ¿aquí sí aplica el pobre es pobre porque quiere? Ojalá no. Tal vez es momento de rematar nuestros sentimientos al mejor postor o de valorar por completos nuestro verdadero ser, quitarnos esas ideas y sólo cambiar de estrategia publicitaria. Y quizá, un día, nos queramos tanto que no necesitemos comercializar con eso o buscarle descuento.
Al final no sé qué puede pasar con el Mapache, quizá sigamos siendo amigos por mucho tiempo, o nos odiemos al instante. Quizá nos enamoremos, o sólo seamos una coincidencia pequeñita en la vida del otro. Cualquiera de esas cosas, lo voy a disfrutar. Estoy satisfecho con aquella oferta. Regresé a la tienda china, donde todos los peluches estaban en oferta, apilados en un rincón, olvidados, como yo. Ya no me preocupaba de todas maneras. Al fin y al cabo, los corazones siempre están al 20% de descuento. “No tengo dinero, ni nada que dar. Lo único que tengo es amor para amar. Si así tú me quieres, te puedo querer. Pero si no puedes, ni modo, ¿qué hacer?”.

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