Facultad de Filosofía y Letras
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El amor es un motor silencioso pero firme que impulsa nuestras vidas. Es un fenómeno tan vasto que no tiene una definición única; es muchas cosas al mismo tiempo. El amor puede ser el suspiro de alivio tras un abrazo, la paz que nos da la presencia de otro ser, la entrega total de quien se sabe vulnerable. Pero también es el dolor, la incertidumbre, la angustia de entregarse sin saber si el otro responderá a ese amor de la misma manera. Sin embargo, como un fenómeno profundamente humano, el amor tiene una raíz común que conecta a todas las formas de vida, y es precisamente eso lo que le otorga su divinidad: la capacidad de transformar, de trascender, de ofrecernos algo más allá de lo cotidiano.
En una sociedad que nos enseña a competir, a desconfiar, a protegernos del otro, el amor es la ruptura de esa lógica. El amor nos recuerda que somos seres interdependientes, que nuestra vida no está aislada, en un vacío. A través de sus cuidados, sus entregas y sus dolores, el amor se convierte en una experiencia viva, que no sólo impacta en los individuos, sino que también da forma a las comunidades, a los colectivos, a las relaciones. Es un acto comunal, un principio de interconexión que atraviesa todos los ámbitos de nuestras vidas, desde lo más íntimo hasta lo más colectivo.
Amar es una multiplicidad de afectos: tenemos amores y no un amor; no se trata de un amor único ni idealizado, sino de aquellos momentos y relaciones donde nos encontramos, nos vemos reflejados, donde nos entregamos y recibimos. Desde el amor en la familia (biológica o elegida), pareja(s), amistades, e incluso el amor hacia los animales no humanos, cada uno de estos amores es único y, sin embargo, todos comparten algo fundamental: la capacidad de crear vínculos, de transformarnos mutuamente, de ofrecer y recibir cuidados, de aprender a convivir con el dolor que, por extraño que parezca, también es parte inherente del amor.
Pero el amor, como cualquier aprendizaje, también está lleno de desaprendizajes. Amar no sólo es aprender a dar, sino también aprender a soltar. El amor se aprende en el camino, no de manera lineal, ni en un solo intento, también a través de tropiezos, caídas, enseñanzas de los otros y de uno mismo. A veces aprendemos a amar sin querer, sin darnos cuenta de que en el proceso nos hemos transformado. Y otras veces, aprendemos que hay cosas que no debemos seguir amando: estructuras de poder, relaciones tóxicas, ideologías que nos limitan o nos enseñan a odiar.
El amor exige que desaprendamos, que dejemos ir lo que nos ha sido enseñado como “amor”, para redescubrir lo que significa verdaderamente amar con autenticidad, respeto y libertad. Este aprendizaje y desaprendizaje del amor es un proceso continuo. Cada paso es una oportunidad para expandir nuestra comprensión, para acercarnos más a los demás y a nosotros mismos, pero también para cuestionar lo que pensábamos saber sobre lo que significa amar. Y en ese proceso, el amor se vuelve más que un sentimiento, se convierte en práctica, una forma de vida que nos permite crecer y evolucionar.
El amor nos lleva a la experiencia viva de la muerte. Es una paradoja extraña y profundamente humana. Al amar, reconocemos que somos vulnerables, que algún día el amor que entregamos será interrumpido, que las personas que amamos pueden partir, que los vínculos pueden deshacerse. Esta vivencia de la muerte no sólo se refiere a la desaparición física, es además la constante sensación de que en todo acto amoroso, estamos invirtiendo algo que podría no ser correspondido, que podría no durar. Aquí entra la poesía de César Vallejo, quien con su dolor profundo y su mirada más allá de la individualidad, nos permite sentir ese dolor como propio. Vallejo no sólo representa su propio sufrimiento, simboliza a cada uno de nosotros que ha sentido el peso de la soledad y la desolación, el de aquellos que se entregan y son golpeados, que se arriesgan a amarse en un mundo que no siempre responde con ternura.
En su poema Piedra negra sobre una piedra blanca, Vallejo escribe:
“Me moriré en París con aguacero,
un día del cual tengo ya el recuerdo.”
Estas palabras, llenas de presagio y melancolía, nos hablan de la inevitabilidad de la muerte, pero también de la existencia de un amor que trasciende el sufrimiento. Vallejo se sabe mortal, pero también que su dolor no es sólo suyo. El amor es un acto de humanidad compartida, de reconocimiento del otro como parte de uno mismo, incluso cuando nos enfrentamos a la violencia, al rechazo, o a la indiferencia. Vallejo también nos dice, en su trágica soledad: “César Vallejo ha muerto, le pegaban todos sin que él les haga nada”, aquí su sufrimiento deja de ser individual y se convierte en el sufrimiento de aquellos que, como él, sufren la violencia del mundo, pero también la de quienes arriesgan su ser al amar sin reservas, sin miedo.
Lo fascinante de este poema es que, desde una óptica contemporánea, podemos leerlo también desde una visión inclusiva, con perspectiva de género, y como una metáfora potente de los amores no heteronormativos, de los cuerpos que resisten las convenciones sociales. Vallejo, al estar tan profundamente marcado por la angustia existencial, puede ser interpretado como un reflejo de quienes han sido desplazados, excluidos, violentados en sus propios derechos a amar, sin importar el género o la orientación sexual. La vida de Vallejo, su poesía, se convierte entonces en un llamado a reconocer que, a través de la vulnerabilidad y el dolor, el amor sigue siendo un acto revolucionario, inclusivo, y sobre todo, profundamente humano.
Este amor, que atraviesa géneros, edades, orientaciones, no conoce fronteras. También se refleja en la relación con uno mismo. Amarse es un acto de valentía, especialmente cuando se expresa con orgullo y autenticidad. En el caso de las personas trans, el amor propio se manifiesta en el derecho a transicionar a ser su verdadero ser, a vivir sin miedo las identidades históricamente marginadas. Este amor por uno mismo, lejos de ser egoísmo, es resistencia y afirmación de la propia existencia. Además, este amor individual cobra un sentido aún más profundo cuando se vive en comunidad, cuando se comparte en espacios de apoyo mutuo y colectividad, recordándonos que la lucha por el reconocimiento y la dignidad no se da en soledad.
En última instancia, el amor, aunque nos enfrente a la muerte y al dolor, es lo único que nos permite mantener la esperanza. Es un faro que, a pesar de los golpes, sigue iluminando el camino.
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