Facultad de Ciencias Políticas y Sociales
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Mi mirada es opaca. No por nacimiento sino por condicionamiento. Cuando era pequeña recuerdo miles de tonalidades pasar por mis pupilas. Rojos intensos que se difuminaban con el último aliento del azul suave que tienen los días. También veía morados, que jugaban con los azules rey del amanecer. Cuando era afortunada, veía lo que me parecían rasguños solares en el atardecer. Trazos violentos que salían del mismo sol, como si le doliera partir y se aferrara al cielo.
Aquellos momentos entran en mi memoria cuando lavo la ropa. Porque aunque de niña odiaba colgarla, subir a lo más alto de mi edificio me permitía ver los colores. Lavar la ropa era el ritual del fin de semana de mi mamá. Pensaba que le encantaba aquella rutina por la gran insistencia con la que me correteaba por la casa hacia la azotea. Pero creo que era más una razón de necesidad que de afecto. De otra manera, la casa hubiera olido a clases de deporte, sudor de oficina, y gotas de comida.
Una vez en lo más alto del edificio, la lucha entre los mecates y los feroces dedos de mi madre comenzaba. Yo solo era espectadora de aquella rivalidad que siempre terminaba con ella ganando. Aún con los arañazos de su contrario, siempre conseguía que toda nuestra ropa cupiera en un espacio del largo de dos de sus pasos. Pero las batallas no eran por lo que disfrutaba subir. Mis piernas se llenaban de fuerza cada vez que pensaba en los cuadros que hacía el cielo. Las mezclas entre colores me arrancaban sonrisas. Rojos sangre y morados asfixiantes enmarcaban cada contienda. El cielo era el comentador de la batalla, el que siempre cerraba el duelo con un azul que absorbía los colores asemejándose al negro.
Fue lamentable cuando me di cuenta de que no siempre tendría 12 años y mi turno de entrar por completo a la contienda estaba a punto de empezar. Ya no solo subiría a ver las pinturas del cielo, ahora la batalla que se comentaría es la mía. Yo nunca tuve los dedos de mi mamá, prefería usar pinzas para desarmar a los mecates. A pesar de que la edad me había quitado el rol de espectadora, aún tenía a mi cielo. Ese nunca dejó de hacer cuadros de tonalidades.
Eso pensé, hasta que también me lo quitaron. Con cada año que pasaba, el cielo hacía menos cuadros. Sus colores ahora eran colados por una especie de tela gris que exprimía sus tonalidades. Ya no era el marco perfecto, sino un peligro para la respiración, en donde hacer actividad al aire libre comprimía los pulmones. Aquellas diminutas partículas que contaminan no solo me habían arrebatado las victorias de mi madre sino también mi cielo. Tal vez aún pueda recuperar aquellas batallas, pero el sol aferrándose al cielo, jamás.
La ciudad transpira la contaminación que asfixia al cielo. Aunque opacos, aún hay colores, el firmamento lucha por sus pinturas, pero se ha cansado. Tal vez el sol nunca se aferró al cielo. Tal vez los rasguños no eran sino partes de su ser que le había arrebatado el día. Como un asesino que arrastra el cuerpo ensangrentado de su víctima y deja un camino de evidencia. Tal vez una advertencia.
Ahora que ya no se pueden percibir los colores, no me queda más que aferrarme a una imagen que vive en mi memoria y se reestructura cada vez que la recuerdo. Tantas veces lo he hecho y sigo haciendo que habrá un día en el que lo que hay en mi mente no se asemeje a lo que un día vi. Quizá viva en la memoria de otros, pero algún día también habrán de olvidar los colores. Arte que el cielo regaló y las manos humanas han opacado.
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