Facultad de Filosofía y Letras
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La voz de la madre atravesó el patio y rebotó en los muros, pero no logró despertar a los perros; tal vez otra historia sería si hubiese sido el caso.
—¿Qué haces, Julián?
El niño lo pensó un segundo y miró al cielo, como buscando respuestas.
—Toy´ viendo.
En cuclillas, dando pequeños saltos a ratos, siguiendo las variaciones en el contorno de eso.
—¿Viendo qué?
—El charco.
No era la primera vez. La primera fue ayer, en casa de su abuela, cuando vio una línea de hormigas rodeando el charco. Unas cuantas estaban dentro, extraviadas sin poder volver con sus amigas, hasta que de pronto se hundían de golpe. Era extraño porque no había visto nunca a las hormigas actuar así, como observando lo que pasaba.
A veces todas daban un ligero paso atrás.
No parecía algo normal para ellas. Algunas parecían asustadas, según recuerda Julián.
La línea de hormigas poco a poco fue acercándose a él.
Cemento. Piso sucio, con polvo, uno o dos chicles pegados por ahí, un saltamontes que dejaron a medio comer las hormigas. Un pequeño, casi insignificante charco de lluvia, que se veía tan profundo que parecía haber penetrado en el piso y alcanzado profundidades inimaginables.
Alzó la vista para recordar la última vez que había llovido.
Era ilógico, las cuentas no daban.
Un par de minutos después, ese charco desapareció. Sobre el patio brilló la luz pareja y abrasadora del medio día; fue como si nunca hubiera existido.
—Julián.
Hoy volvió a suceder, sólo que no en el patio de la abuela, sino en el suyo. El misterioso charco. Tenía uno que observarlo detenidamente para notar que su contorno variaba como siguiendo corrientes de aire diminutas, permanecer inmóvil en su borde para notar que, en el fondo del charco, se escuchaba ruido, los sonidos de un bebé llorando.
—¡Julián!
Quedarse ahí, en el atardecer, para darse cuenta de que el charco no reflejaba el mismo cielo, revelaba una noche profunda adornada por una diminuta luna roída a mordidas toscas.
—¡Julián!
La madre por fin salió, con un matamoscas en la mano; totalmente dispuesta a usarlo. Ese chamaco, pensaba. Fue siguiendo las marcas de los zapatos en el terroso patio. De pronto se detuvo. Miró a su alrededor, no había nada. El miedo la llenó de golpe y la exclamativa se volvió interrogante.
—¿Julián?
Las marcas de saltitos se terminaban abruptamente. La madre reconoció las últimas demasiado cerca de donde hace unos momentos estaba el charco y ahora no había nada.
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Una respuesta
Breve pero impresionante. El final me parece perfecto.