Facultad de Estudios Superiores (FES) Iztacala
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Cuando era niña mi abuela se levantaba bien temprano, como a las seis de la mañana. Ponía sobre la mesa de la cocina un pequeño altar con veladoras, sal, incienso, un libro de rezos y su rosario. Nunca entendí aquella devoción hacia Dios, ni entonces, ni ahora. No sé qué es Dios, a pesar de que mi abuela me explicó que era ese ser omnipotente, que siempre me cuidaba, que jamás me dejaría sola y al que podría acudir con mis penas. Me decía que él nunca me permitiría sufrir y que por eso ella se levantaba cada mañana a rezar, frente a aquel altar. Aun así me sentía confundida con la idea de Dios. ¿Qué es Dios?, me pregunté, y me lo pregunto todavía en los momentos aciagos, cuando recurro a un ser más allá de mi comprensión, pues sé que las personas, al no tener escapatoria, elegimos hablar con alguien que está en nuestra mente, o en voz alta, con la esperanza de encontrar una respuesta.
Hubo noches en las que lloré en silencio, le hablé al Dios de mi abuela sobre lo que me dolía, pero nunca obtuve promesa alguna de que las cosas mejorarían. Cuando más necesité a alguien no estuvo ese ser del que tanto me hablaron. Dios no estuvo para mí, pero yo sabía que él sí estaba ahí cuando mi abuela rezaba, pues una energía emanaba de ella. Intenté acercarme a la religión, quería compartir esa devoción generacional, pero nunca lo sentí a ciencia cierta, como tampoco experimenté afinidad a las prácticas católicas de rezar el rosario, ir a misa, comprar agua bendita o hacer un altar.
Cuando cumplí 18 años me interesé por el tarot, una práctica antigua que me parecía fascinante. Al momento de recibir mi primer mazo de cartas comencé a aprender cómo leerlo y cómo cuidarlo, también me enseñó que tenía que creer en un todo, no en un solo ser. Así empecé mi devoción al universo, llené mi espacio de inciensos de todos los aromas. Un día le enseñé el mazo de tarot a mi abuela, le expliqué algunas cartas y sus significados. Sonrió, sacó su pequeño libro de rezos y, con su voz dulce, me dijo:
—Has aprendido mucho, deberías enseñarme.
Mis ojos se iluminaron, no comparto su devoción a Dios, pero podía mostrarle lo maravilloso que es el universo. Así que le advertí:
—Te enseño lo que quieras, pero sinceramente, yo creo en el universo, no en tu mismo Dios.
Ella volvió a sonreír y me dijo:
—Pero hija, Dios no es sólo aquel que murió en la cruz. Ese todo al que tú llamas universo, para mí, es Dios.
Desde entonces, no volvimos a hablar de nombres ni de credos. Ella sigue rezando con su rosario en mano, yo leyendo las cartas con los dedos tibios de fe. Y aunque nuestras palabras no siempre se parecen, las dos miramos hacia lo invisible con el mismo deseo de que algo nos escuche, nos sostenga, que ese algo, o alguien, nos ame más allá de la forma. Al final, mi abue y yo no tenemos creencias distintas, solo le hablamos al misterio en lenguas diferentes. Pero con el corazón.
Por: Karla Nieto González
Juntos podemos ser la voz y la esperanza de aquellos que la han perdido