Facultad de Ciencias Políticas y Sociales
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El amor te hace cambiar, te sumerge en una metamorfosis eterna. El amor es la fuente de todas las voluntades, la base de los actos cariñosos o acciones perversas. El amor te hace pensar en el tipo de persona que eres. En los límites de tus capacidades físicas y mentales. Es el origen de la vida universal de la cual la naturaleza nos hizo parte. Es una espiral injusta, es el límite humano más doloroso y placentero, es una paradoja natural del absoluto.
El amor es tan horrible, que nos engaña con delicias del paraíso, para después arrojarlas al frío infierno de la pérdida. Quizá, la parte horrenda del amor es la sensación de perderlo, de imaginar que la raíz de nuestra aparente felicidad de la nada desaparece. El dolor del luto nos arroja a un vacío inconmensurable. El tiempo invertido no se recupera, y pensar que no valió la pena ocasiona la estancia incómoda del sentir, tanto así, que nos incomoda vivir.
El amor se construye, es un proceso lento, difícil y doloroso. El amor humano depende de las voluntades de amar, de la voluntad de querer todos los días. Es necesaria la rutina diaria de elegir amar: de hacer preguntas, de aprender, de responder, de luchar. Los conceptos de estancia, preocupación y cuidado son imperdibles, pero todos remiten a un estado de alerta.
“¿Ya comiste?”, “¿Dormiste bien?”, “¿Tienes frío?”, son preguntas que permiten inmiscuirse en la vida del otro, porque el amor es una relación, una fusión, un acuerdo entre dos o más partes. Un acuerdo que necesariamente tiene que existir la presencia de un ‘otro’. En el amor propio, este ‘otro’ somos, irónicamente, nosotros mismos. Este acuerdo nos permite separarnos metafísicamente de la idea de nosotros y nos permite observar con amplitud nuestro espíritu.
El cuidado es parte importante, porque es una manifestación ontológica del amor, la preocupación por el otro, la constante alerta de peligro es, indeseablemente, natural en el proceso. Por eso es doloroso, porque el panorama incontrolable del absoluto nos aterra y nos desafía todos los días. Es tan horrible el amor, que nos obliga a desafiar ese caos, esa incertidumbre. El miedo al fracaso o la pérdida nos es tan titánico, que la tiranía del amor nos agobia y orilla a hacer una locura impensable.
La mentira o la traición es el caos, nos despierta pánico, pánico que convertimos en acciones. Acciones que pueden ser el inicio de una odisea o la conclusión genocida de los sentimientos. El amor es horrible, porque nos hace formar parte de ese circo: nos ilusiona con nubes, flores, comida, descanso, paz y propósito, para después crearnos ansiedad, culpa, resentimiento y crueldad.
En este sentido, a lo que llamamos amor no es más que un pequeño destello de alegría pura, es un instante insignificante, que es adictivo y fugaz. Es un mísero punto de luz dentro de una supernova. Es este instante, este momento, la cuna de toda la realidad visiblemente posible. Un momento lleno de tanta gloria y satisfacción que es tan injusto como generoso.
El amor entonces es un momento de paz dentro de la incoherencia del absoluto. El amor está en todas partes, está en el aire, en los árboles, en los animales, en las estrellas, en las personas, en la ropa, en la comida y en el techo. El amor es horrible, porque en él estamos viviendo, sin importarle lo más mínimo lo que sentimos. Es injusto, pero qué bello.
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