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Luis Iván Rojas Mares

Facultad de Ingeniería

Soy estudiante de 9no semestre en ingeniería en computación, que encontró una pasión por escribir historias desde que tengo recuerdos de mi infancia. Fan del cine, anime y videojuegos.

¿A cuántas leguas está el amor?

Número 17 / ABRIL - JUNIO 2025

La métrica del entendimiento para el amor y el deseo

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Luis Iván Rojas Mares

Facultad de Ingeniería

 

El día que el amor de Nadir se fue, sus últimas palabras fueron:

—Tú nunca sabrás cuánto te quise.

Se quedó viendo cómo desaparecía en la distancia, mientras esas palabras se quedaban ancladas en su mente, ¿por qué lo inquietaba tanto? No que lo hubieran dejado, ni que el amor se hubiera acabado, sino la idea de no saber cuánto había sido amado.

Si se puede medir la distancia entre las estrellas, la profundidad de los mares, el valor de las joyas, o contar cuántas leguas hay hasta la costa… ¿por qué no podía medirse el amor?

Así que Nadir decidió hacer lo que mejor sabía hacer: zarpar.

No tenía claro hacía dónde ir, sólo sabía que necesitaba respuestas. Preguntaría a los marinos, sabios, dioses. Con la esperanza de encontrar algo, un instrumento, una historia, un lugar donde le dirían: “el amor se mide así”.

Al emprender su viaje, llegó a una isla pequeña, donde se alzaba un viejo faro. Al acercarse al muelle conoció al farero.

Sin tantos rodeos, le preguntó:

—¿Cómo se puede medir el amor?

—¡Con la luz, por supuesto! —respondió el farero con emoción—. Mi trabajo es prender el faro para que desembarquen los navegantes, pero hubo una ocasión que un marino captó mi atención.

Cada noche que encendía la luz del faro veía su silueta en la distancia, pero nunca se acercaba al muelle. Al principio pensé que estaba esperando el momento perfecto para desembarcar.

Hubo ocasiones donde atenuaba la luz o la hacía más fuerte, incluso una vez la apagué por completo esperando captar su atención, para que desembarque y me pregunté si todo estaba bien. Pero con el tiempo, entendí que jamás lo haría. Y una noche, simplemente dejó de aparecer.

Algunos barcos simplemente no están hechos para atracar en nuestro puerto. No importa cuán fuerte brille la luz.

Nadir no resultó convencido de medir el amor con la luz, así que siguió navegando.

El día apenas comenzaba cuando fue atraído por una isla cubierta de rosas. Decidió desembarcar y vio a una chica cortando rosales con delicadeza.

—¿Pueden las rosas medir el amor?

—¡Claro que pueden! —respondió ella, sin dejar de cortar.

La chica se levantó y llevó a Nadir hacia un campo abierto, donde varías parejas se encontraban plantando, cortando y limpiando su rosal. Sin embargo, algunos jardines tenían rosas completamente muertas, pero seguían plantando más, cubriendo las marchitas con nuevas, y prosiguió:

—Algunos creen que, si siguen plantando, las marchitas ya no importarán —susurró tomando una—, no ven que el suelo ya no es fértil. Sólo siguen, como si el número arreglara lo que ya no funciona.

Nadir quedó confundido. ¿Entregar cientos o solo pocas? Agradeció y zarpó hacia un nuevo destino.

Había escuchado de una isla en la que la lluvia jamás se detiene, supuso que habría algo místico, así que decidió aventurarse a ese lugar. Los tejados de las casas estaban empapados, y lo único que podía escucharse era el sonido incesante del agua golpeando el suelo.

Una casa en particular llamó su atención, pues tenía un contador de lluvia que aumentaba cada que una gota caía en el tejado. Al tocar una pareja lo invitó a pasar y Nadir inmediatamente preguntó. Su respuesta no se hizo esperar:

—Con la lluvia claramente —respondió uno de ellos. 

Hace mucho tiempo, me enamoré de él, pero estaba un tanto inseguro, así que le propuse que contaría cada gota de lluvia que cayera sobre mi casa. Y sé que suena imposible, sin embargo, lo intenté. Al principio él se reía cuando no contaba una gota, y mientras las horas iban pasando, ambos empezamos a contar juntos. Hasta que se nos ocurrió crear el contador que está afuera de nuestra casa.

Nadir vio gran admiración en tal acto, sin embargo, le parecía imposible contar las gotas de lluvia. Agradeció el cálido espacio, y partió.

Mientras planeaba a donde viajar, un barco pasó cerca de él: se trataba de una pareja de ancianos. Así que les preguntó si conocían como medir el amor. Ambos respondieron:

—¡Por las leguas que hemos viajado juntos!

—Aunque tampoco ha sido fácil —dice el anciano—. A veces, el mar nos lleva con suavidad, y otras, las tormentas nos pusieron a prueba. De esas que parecen no terminar nunca. Donde las olas golpeaban con tanta fuerza que uno empieza a preguntarse si vale la pena seguir remando.

—Pero cuando eso ocurría nos turnamos —añade la mujer—. Hubo días en los que yo estaba demasiado cansada para seguir remando, y él lo hizo por los dos. Y otros en los que él quería saltar al agua y rendirse, y fui yo quien sostuvo el timón.

—¿Y qué pasa cuando uno deja de remar para siempre? —pregunta Nadir.

—Entonces es momento de buscar otro puerto —dice ella.

El anciano sonríe.

—O navegar solo un tiempo.

Nadir estuvo un poco más satisfecho con esta respuesta, pero aún no era suficiente. Agradeció a los ancianos y siguió navegando.

Después de un rato llegó a un islote desierto. O eso creyó, hasta que encontró a un hombre de ropa rasgada y mirada resignada.

—¿Quién eres? —preguntó Nadir.

—Alguien que esperó demasiado tiempo.

—¿Esperaste qué?

—Que alguien regresara.

Nadir lo entendió: el náufrago se quedó por decisión propia, esperando a alguien que nunca volvió.

—Puedo llevarte a otro lugar.

El náufrago niega.

—Esto no se trata del océano —suspira y se sienta en la arena. —Al principio, contaba los días. Pensaba que, si podía medir el tiempo que pasaba aquí, tal vez sabría cuánto la quise.

Nadir se sienta a su lado, observando las olas romper contra la orilla.

—Entonces, ¿qué te impide irte?

El náufrago recoge un puñado de arena y la deja caer entre sus dedos.

—Miedo. Miedo a descubrir que el mundo siguió sin mí. Pues aquello que esperaba ya no importa.

—No tienes que seguir aquí —contesta Nadir, mientras le extiende su mano—. Pero no la toma, simplemente se queda mirando al océano.

Así que vuelve a su barco, mientras observa como lentamente el islote se pierde en el horizonte.

¿Se puede medir el amor con dinero? Nadir se hacía más preguntas que respuestas. Cada persona lo veía distinto…

Desembarcó en una isla llena de barcos, algunos enormes, todos costosos. En el muelle, un hombre pulía su navío y amarraba otro a su lado.

—¿Ambos son tuyos? —preguntó Nadir.

—Así es, el amor se mide con la cantidad de barcos que tienes —asentía con orgullo el navegante y prosiguió—: El mar es inmenso. ¿Por qué conformarse con un solo barco cuando hay tantas maneras de navegarlo con otros?

Nadir notó que uno estaba desgastado por tormentas, mientras el otro relucía.

—¿Y si uno se hunde?

—Para eso tengo otro.

—¿Y no es difícil mantenerlos en el mismo destino?

—Eso es imposible. Algunos tripulantes deben esperar.

—¿Saben que no son los únicos?

El navegante se quedó en silencio, y solo miró el horizonte.

—Tal vez dos barcos o más sea demasiado para mí —pensó Nadir—, y se alejó.

Ya por el atardecer, Nadir decidió descansar en una isla con una playa donde el sol doraba la arena y las risas de toda su multitud se combinaban con la brisa marina. Todos ellos se encontraban agachados con un mismo propósito: construir un castillo.

Nadir se mostró curioso, así que se acercó a una joven que se encontraba delineando las murallas de su castillo junto a otra chica.

—¿Por qué hacen castillos de arena?

La joven levantó la vista por un momento

—Porque el amor se mide en castillos de arena —agachó la mirada y continuó—. Cada día, dos personas se encuentran y construyen juntas. Durante las horas que pasamos aquí, nos conocemos, compartimos historias, reímos. Creamos algo hermoso. Pero al caer la noche, la marea sube, y el castillo desaparece.

—¿Y qué pasa después? —preguntó Nadir, mientras prestaba atención al castillo.

—Nada. Al día siguiente, todos buscamos a alguien más y construimos de nuevo.

—¿Y qué ocurrirá con la chica con quien estás?

—Pues, ¿cómo sabría que no haré un castillo mejor si me quedo con ella?

Nadir guardó silencio, se alejó y esperó a que ambas terminaran el castillo.

Al partir en su barco, logró ver como lentamente el mar destruía ese castillo de arena. Hasta que no pudo verlo más.

Nadir regresó a la isla donde vivía, estaba decepcionado porque su viaje no tuvo el resultado que esperaba, así que se sentó en el puerto, mientras veía el atardecer.

—Dicen que existe una isla —susurra un viejo pescador—, una isla escondida en medio del océano. Si llegas a ella, encontrarás al amor de tu vida.

—¿Es verdad? —contestaba Nadir con algo de emoción.

—Quien sabe, al menos eso me dijeron aquellos entusiastas —dijo el pescador, mientras señalaba a unos jóvenes.

Rápidamente Nadir se levanta, y les pregunta que es lo que saben sobre esa isla.

—Mientras más rápido naveguemos, más pronto encontraremos la isla —dice emocionado.

—Y no hay que buscar la isla —menciona la chica con mirada soñadora—. La isla nos encontrará a nosotros.

Así que, tomando ambas ideas, subió a su barco, cerro los ojos y aceleró lo más que pudo, claro que ocasionalmente abría los ojos para no chocar. Esto lo hizo durante horas… Pero esa isla nunca apareció, Nadir se sintió estafado. Así, en la inmensidad de un océano nocturno, simplemente se detuvo, y observó el horizonte intentando buscar la isla.

Tal vez esa isla no exista. Tal vez el amor no se mide, sino que se descubre al quedarnos el tiempo suficiente para saber si ya estamos en él. Nadir miró el horizonte y pensó en cada isla que visitó: en el farero que iluminó sin ser suficiente, en los jardines que crecían sobre tierra estéril, en la lluvia contada gota a gota, en los ancianos que remaron juntos, en el náufrago atrapado en su espera, en los barcos que se acumulan y en los castillos que el mar siempre borraba. Cada uno tenía su propia manera de medir el amor, y quizá todas eran ciertas. O quizá ninguna. El océano era inmenso, y él seguía navegando.

Las olas rompían suavemente contra su embarcación, como si le susurraron una verdad que aún no comprendía. Tal vez nunca lo haría. Tal vez no era necesario.

Respiró profundo, sintió la brisa en su rostro y sonrió.
Tomó el timón y, sin un destino fijo, avanzó.

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