Facultad de Ciencias Políticas y Sociales
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Un suspiro propio me despierta de mi trance. Abro los ojos gastados y miro hacia el centro del parque; el kiosco de Santa María la Ribera se levanta con elegancia. Detrás y entre los demás edificios un ecléctico Chopo impone su presencia.
Enciendo un cigarrillo, el último de la cajetilla; siento como el humo entra y sale de mis pulmones. Respiro hondo. Leo la hora en mi reloj, apenas son las nueve y ya estoy cansado. Pero, ¿qué le vamos a hacer?
Mis pies reaccionan y empiezan a avanzar, yo les digo que se detengan, pero no quieren, no pueden. Comienzo mi viaje, un recorrido por la ciudad de las tunas y piedras.
Cruzo la avenida de los Insurgentes, esa columna vertebral, tan caótica y vibrante. Atravieso Tlatelolco; pero lo hago rápido, para no escuchar los quejidos de las almas que penan y, que desde el 2 de octubre del 68, perdonan, pero nunca olvidan.
Ciudad cosmopolita, útero y tumba de grandes pensadoras, reyes poetas, revolucionarios, literatos y pintoras. Una capital rodeada de cerros, lagos y ríos; otrora libres, ahora invadidos y entubados.
Paso por Lecumberri, pero oigo tiros y salgo corriendo; creo que se echaron a los hermanos Madero. Llego al Zócalo, en Palacio Nacional todavía se puede ver como ondea la bandera gringa.
Me peleo un poco con la banda chilanga en el “Café Tacuba” y hago buenas migas con unos pachucos allá, por “La Maldita Vecindad”. Salto de plaza en plaza, cada una vigilada por sus “Caifanes” y mariachis. Evito Reforma. Los manifestantes exigen que se acabe “La Carencia”, hay choques con la policía y las bombas “Molotov” estallan en secuencia.
Levanto la vista y veo que Tonatiuh está justo en lo alto; ya es medio día. La atmósfera urbana está atestada por los ruidos de cláxones y gritos de los vendedores, así como por el pestilente olor a caño, a garnachas y a políticos corruptos.
Atravieso el Bosque de Chapultepec, donde los centenarios ahuehuetes, a coro con los pájaros, susurran las hazañas de niños y héroes. Entre las casonas de La Roma me detengo y me encojo de hombros pues una ventisca casi apaga mi cigarro, es el viento del Anáhuac; el mismo que arrulla el letargo de los ígneos amantes y transporta la lírica de Alfonso Reyes.
Ciudad de contrastes, de palacios, de leyendas, de museos, de teatros, de ruinas y de mercados. Urbe donde se libraron mil batallas, ya sea en sus calles o en la tinta de Pacheco.
Sigo avanzando con Paz por este laberinto solitario y, a veces, enajenado. La música en la cantina o el cabaré; un danzón, una cumbia y más bailes de salón. Nonoalco, Mixcoac, Tepito y Polanco; La Doctores, Coyoacán, la Condesa, y Portales; barrios extranjeros y extranjeros en los barrios. Recorro las calzadas, donde mitos arcaicos y ritos paganos se funden con un ferviente guadalupanismo.
Paseo por los empedrados de San Ángel; mi cigarro ya va más allá de la mitad. En Ciudad Universitaria, los intelectuales tezontles cantan, constantes, himnos amargos de lucha y descontento.
Llego a Tlalpan y me ahogo en su inmensidad. A mi derecha, un muro de pinos y monasterios ocultos se extienden por Cuajimalpa; a mi izquierda, los retazos de Xochimilco sobreviven a la sequía con una colorida flota de trajineras suspendida sobre sus aguas.
Salgo al bosque primigenio del Ajusco; a mi espalda queda ya todo el ajetreo, todo el misterio citadino, ese microcosmos cultural; la historia de un pueblo resumida en una ciudad, en las crónicas interminables de León Portilla y Monsiváis.
Mi cigarro se ha terminado, al igual que el día, al igual que mi recorrido. Volteo hacia atrás y contemplo de nuevo a aquel paisaje urbano, a ese mural de Siqueiros; noto que ya no es el mismo, que ha cambiado; aunque solo he pasado unos minutos fuera de él, te juro que ha cambiado. Sin embargo, no me sorprende; así es su naturaleza: siempre cambiante.
Ahora soy un extraño, un conquistador que se dispone a invadir; pero me detengo de golpe. Entre los maderos y tocones. Un lúgubre anciano me bloquea el paso, la oscuridad del crepúsculo y las telas de su túnica me impiden reconocerlo. Tengo miedo, pero el misticismo y la curiosidad me incitan a avanzar. Cauteloso, me acerco para descubrir asombrado la identidad de aquel dantesco personaje.
Los huesudos dedos de Carlos Fuentes tocan mi hombro y su mirada se hunde lentamente en mis pupilas. Entonces abre su boca cavernosa y de ella nace un mandamiento que resuena a través del eterizado ocaso:
—Detente y respira, forastero, que estás por entrar a la región más transparente.
Por: Xian Rodríguez Zavaleta
Cuando los presagios de la muerte se manifiestan
Por: Isis Miranda García Hernández
¿Por qué tantas mujeres nos sentimos atrapadas en la búsqueda constante de ser “suficientes”?
Por: David Aarón Contreras Ramirez
Y tú, ¿cómo expresas la urgencia de existir?
Por: Derek Alejandro Puebla García
Nada como un buen viaje para despertar y quitarse las cadenas
Una respuesta
Excelente mini cuento. Refleja lo que sentimos cuando nos atrevemos a mirar los mil palacios de este centro del “Único Mundo” en una gota de lluvia a través de la cual percibimos a José Maria dando pinceladas de historia quieta y sueños etéreos