Actualmente cursa estudios en el Colegio de Ciencias y Humanidades Plantel Sur de la UNAM. Su compromiso con la palabra escrita lo ha llevado a formar parte del equipo de escritores y colaboradores de la revista ¡Goooya!, proyecto editorial impulsado por el PUEDJS-UNAM.
En este ensayo reflexionaremos sobre la marginación histórica que han emprendido (y sufrido) los pueblos indígenas en México durante la segunda mitad del siglo XX, con un enfoque particular en el periodo presidencial de Carlos Salinas de Gortari. Revisaremos cómo las reformas neoliberales impulsadas durante este sexenio en particular, especialmente lo relacionado a la reforma al Artículo 27 Constitucional y la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), afectaron profundamente a las comunidades originarias, dando lugar a diversos fenómenos socioculturales y políticos como respuesta, entre ellos, al levantamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) en 1994.
No se puede hablar de México sin pensar en la historia de sus pueblos indígenas, una historia marcada por la resistencia, pero también por la exclusión y la discriminación. No obstante, podemos considerar que son la raíz de una nación que ha construido su modernidad sobre el olvido de quienes la han sostenido desde tiempos remotos. Cabe mencionar el papel jugado por el “indigenismo” mexicano, que fue una política de asimilación cultural mediante la cual se buscaba la “desaparición” de los pueblos indígenas mediante un proceso de “mestizaje cultural” y desmantelamiento de sus epistemologías e identidades, de sus prácticas culturales ancestrales, de sus tradiciones y de sus economías. Para el periodo de gobierno salinista (1988-1994), esta situación alcanzó uno de sus momentos más crudos: mientras un México se proclamaba competitivo y moderno, la marginación de las comunidades originarias se profundizó en medio del discurso de las reformas estructurales, que permitieron las privatizaciones de empresas públicas y la apropiación de tierras comunales y ejidales.
Con la firma del TLCAN, el presidente Salinas promovió un modelo neoliberal que prometía desarrollo y prosperidad para todo el país. Sin embargo, el modelo económico neoliberal, profundizado, por ejemplo, en la aplicación de las políticas públicas, aceleró el desmantelamiento del campo, intensificando la desigualdad socioeconómica en las regiones rurales e indígenas, que ya eran las más empobrecidas desde administraciones anteriores. Una de las reformas más impactantes fue la modificación del Artículo 27 Constitucional, que permitió la privatización de tierras ejidales. Para muchos pueblos indígenas, esto significó el despojo legal de sus territorios, el debilitamiento de sus formas colectivas de organización y la pérdida de autonomía. Para estas comunidades, la tierra no era únicamente un recurso económico, sino un elemento sagrado, comunitario y cultural que terminó convertido en mercancía.
Estas políticas neoliberales, basadas en la lógica del mercado, chocaban con las formas de vida y organización social de los pueblos indígenas, que valoraban la comunidad, la cooperación y el respeto por su entorno, y que habían habitado sus territorios de forma ancestral, antes del surgimiento del Estado Nación. Pero, lejos de generar oportunidades de desarrollo, las reformas desplazaron a miles de familias, debilitaron sus economías tradicionales y acentuaron su dependencia de programas gubernamentales, muchos de los cuales eran temporales o asistenciales y no atacaban las causas estructurales de la pobreza.
Cabe señalar que, las políticas públicas dirigidas a estas comunidades durante el salinismo se enfocaron en la asistencia y el control político (por ejemplo, para el sufragio), más que en el reconocimiento y atención real de sus problemáticas. El Programa Nacional de Solidaridad, por ejemplo, fue presentado como una estrategia para reducir la pobreza, principalmente en las regiones más deprimidas del país, pero podemos considerar que en muchos casos funcionó como herramienta de campaña y clientelismo político. Los apoyos, con frecuencia, se condicionaban a la lealtad y se distribuían de manera discrecional, reforzando así el control del Estado sobre las comunidades más marginadas, y permitiendo el fortalecimiento de los históricos “cacicazgos” en manos de políticos y oligarquías regionales, que fortalecieron su control sobre los recursos naturales y sobre las poblaciones mismas.
Mientras tanto, el discurso oficial seguía exaltando una visión folklorizada de lo indígena: se celebraban las tradiciones como parte del “orgullo nacional”, pero se negaba a los pueblos originarios el derecho a ser actores políticos con voz y agencia. Se buscaba integrarlos a la nación, sin cuestionar las estructuras de poder que los habían oprimido durante siglos, y seguían oprimiéndolos, germen de lo que serían los nuevos levantamientos armados, que utilizaron la violencia como última vía para el reclamo de sus derechos ante la corrupción de las instituciones, sobre todo las de procuración de justicia, y la indolencia e indiferencia de los tres niveles de gobierno.
Esta marginación estructural fue uno de los factores que detonó el levantamiento del EZLN, justo cuando entraba en vigor el TLCAN. El “¡Ya basta!” no fue solo un grito contra el olvido y la explotación, sino también una denuncia contra el modelo de nación excluyente que Salinas y sus aliados impusieron. Los indígenas armados que habían declarado la guerra al Estado mexicano, no solo exigía mejores condiciones de vida, sino también el reconocimiento del derecho de los pueblos originarios a existir como tales, a decidir sobre su destino, a ejercer su autonomía y a vivir de acuerdo con sus propias normas y lógicas culturales y políticas.
El levantamiento zapatista evidenció de manera más potente las grietas del proyecto neoliberal mexicano, sus injusticias y, sobre todo, sus falacias. Mientras ciertos sectores privilegiados y clases medias de los grandes centros urbanos celebraban la modernidad y la inserción del país en el mercado global, las comunidades indígenas de los Altos de Chiapas mostraron que esa modernidad se construía sobre el hambre, la exclusión, el silenciamiento de millones y la necroeconomía. Cabe destacar que, ante ese clamor, la reacción inmediata del gobierno federal y estatal fue la represión militar, y luego discursiva, desviando la atención de las causas profundas del conflicto, pretendiendo interpretarlo como un asunto muy local y hasta étnico y religioso, e intentando cooptar la narrativa sin transformar para evitar cualquier transformación de fondo de las estructuras político-económicas dominantes.
Más allá del simbolismo de esta y otras tantas luchas emprendidas desde los pueblos indígenas, muchas comunidades originarias siguen hoy en condiciones de pobreza extrema, a más de treinta años de aquel levantamiento armado; sin acceso adecuado a servicios de salud, educación o justicia. La brecha persiste, no por falta de iniciativa y acciones de dichas comunidades, sino por la constante negación del derecho a la diferencia, a la tierra y a la autodeterminación. Los gobiernos posteriores a aquel sexenio, tanto del Partido Acción Nacional como del propio Partido Revolucionario Institucional, así como de otros partidos que lograron triunfos electorales a nivel estatal y municipal, mantuvieron, en gran medida, el mismo modelo económico y la misma lógica asistencialista, sin avanzar hacia un reconocimiento pleno de los derechos colectivos de los pueblos originarios y una verdadera liberación de sus ataduras ante la sociedad dominante y un Estado que les ha escatimado su agencia y conformación ontológica.
Inclusive, con la reforma constitucional de 2001 en materia de derechos indígenas, impulsada tras los llamados “Acuerdos de San Andrés”, en Chiapas, las demandas de autonomía fueron diluidas. El Congreso mexicano aprobó una versión limitada que no reconocía plenamente a los pueblos indígenas como sujetos de derecho público. Así, se institucionalizó una forma más sofisticada de exclusión, en la que los derechos se reconocen en el discurso, pero no se garantizan en la práctica.
Pese a todo, los pueblos indígenas no han desaparecido ni se han rendido. Han construido formas de autonomía, creado espacios de educación propia, defendido sus lenguas y sus territorios frente al avance del extractivismo y del gran capital nacional e internacional. Por ejemplo, en Chiapas, Oaxaca, Guerrero, Michoacán y muchas otras regiones, las comunidades han seguido organizándose para resistir y vivir de acuerdo con sus tiempos, sus ritmos y sus valores, fomentando sus economías y construyendo diversas formas de democracia. Esto representa no solo una lucha por la supervivencia física, sino por la dignidad, la memoria y la posibilidad de existir sin ser negados ni instrumentalizados. Frente a un Estado que los ha marginado, muchas comunidades han optado por construir alternativas desde abajo, desde la comunidad, desde la resistencia cotidiana.
Reflexionar sobre la marginación en la “era salinista” y en lo que va de todo el periodo neoliberal, que ciertamente no ha terminado, no es solo un ejercicio de memoria histórica; es una obligación ética y política, porque, mientras las raíces sigan siendo ignoradas, el árbol de esta nación crecerá torcido. La historia no está escrita en piedra: puede transformarse si reconocemos el valor de la diversidad, si construimos una nación incluyente y plural, y si escuchamos con respeto las voces que, durante siglos, han sido silenciadas.
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