Ensayo

Todos dicen salud!

En la primavera de 1834, el calvinista explorador inglés Charles Joseph La Trobe visitó la Ciudad de México. Fue tal la fascinación que despertó en él la otrora ciudad anfibia de Tenochtitlán –para entonces inestable y convulsa, ya no de lagos ni canales, si no de cal y canto; gobernada por el orizabeño José María Tornel y bajo el manto protector del idolatrado y aborrecido dictador en ciernes Antonio López de Santa Anna– que al año siguiente publicó el libro de viajes The rambler in Mexico. En él recogió sus impresiones, experiencias y desavenencias sobre las calles, la arquitectura y la vida cotidiana de aquella ciudad ahora inexistente, recientemente liberada del dominio de un señor que vivía en España, y a la que –presumiblemente– La Trobe bautizó con el ya desde entonces manido epíteto de “la ciudad de los palacios”, debido a los ostentosos edificios que emergían a cada esquina. Muchos años después, dicha frase le fue endilgada al celebérrimo y pizpireto geógrafo prusiano Alexander von Humboldt, que estuvo en nuestro país treinta años antes que La Trobe, en 1803, y que rompió corazones a diestra y siniestra por estos lares que aún llevaban el nombre de Nueva España. Como sea, todo parece indicar que el dichoso lema palaciego era una suerte de eslogan de la época, pero como los mexicanos (de entonces y de ahora) solemos mirarnos el ombligo (de la luna) con harto regocijo, nos pusimos aquel saco con muchísimo gusto y sin chistar. ¡Épale! 

En fin. Punto y aparte. El hecho aquí es que si La Trobe (o Humboldt) se hubiera descolgado un siglo después, quizás se habría referido a la Ciudad de México como “la ciudad de las cantinas”. ¡Qué palacios ni qué ocho cuartos! Y es que, de acuerdo con algunos censos, para los primeros años del siglo XX, en lo que ahora llamamos “centro histórico” –que durante siglos fue prácticamente la totalidad de la ciudad– y en sus alrededores (“la herradura de los tugurios”, así se motejó al cinturón cantinero y vicioso que circundó la capirucha), había cerca de mil bebedurías y abrevaderos (sin contar las pulquerías) bajo el título de cantinas, bares o “salones”. Dice el experto en jaiboles, poeta y cronista de la ciudad Rubén M. Campos –Benamor Cumps, para los compas–: “en cada calle había uno o dos bares intermedios y en cada esquina había uno, a veces cuatro, uno por cada esquina”.

Durante el periodo finisecular del XIX y principios del XX, la cantina se convirtió en un espacio sagrado y predilecto para muchos de los habitantes de la Ciudad de México. En dichos santuarios –al amparo de los bebistrajos refrescagañotes, la privacidad de sus gabinetes y la alegre y exaltada plática– era posible emplazar vívidamente dos de las palabras clave, simbólicas y efervescentes de la época: bohemia y modernidad. La cantina representó, pues, un idóneo escenario para que la juventud de entonces se ejercitara en la conversación y el debate; para poner en práctica una actitud mental “cosmopolita y exorcizante”, además de celebrar la ínclita frivolidad, la despreocupación dichosa, la vida cultureta, las libérrimas y eternas borracherías y el rampante esteticismo.

Ejemplo de esto último, quizás, fue la fundación de la heroica y etílica Revista Moderna (sucesora de la Revista Azul) imaginada precisamente bajo la égida y el tufo de una mesa de cantina. Sus fundadores (eternos encoñacados o lupuleados): Balbino Dávalos, Alberto Leduc, Bernardo Couto (“Coutito”, el más joven de todos y el primero en morir víctima del “mal de bar”), Ciro B. Ceballos, José Juan Tablada, el antes mencionado broder Benamor Cumps y, más tarde, el brillante y salido manco Julio Ruelas, todos acaudillados por el ricachón, poeta y viejo bardo de cantinas Jesús E. Valenzuela.

Podríamos decir que la cantina como institución conserva en nuestro país poco más de 150 años de historia, desde su llegada como “modelo” importado por las tropas yanquis que, al mando del general Winfield Scott (que se sentía la meritita reencarnación de Hernán Cortés), invadieron y azolaron varios territorios mexicanos, incluida la Ciudad de México, entre 1846 y 1848. Existe una popular y estrujante litografía hecha por el pintor modanés Pietro Gualdi en la que se puede ver un Zócalo capitalino tomado por la soldadesca invasora y, atrás, un Palacio Nacional ensombrecido y derrotado en cuya asta principal ondea, fatua y victoriosa, la bandera norteamericana.

Durante casi siete meses, entre septiembre de 1847 y marzo de 1848, el general Scott despachó en Palacio Nacional y los milicos gringos fueron amos y señores de la Ciudad de México. Y claro, todos buscaban dónde encuetarse. Pero las pulquerías, vinaterías, chincholes y tabernas de raigambre novohispana les resultaban ajenas, incómodas e incomprensibles. De tal suerte que se vieron en la necesidad de fundar sus propias tomadurías. Así nacieron los primeros y primitivos estanquillos –las protocantinas, pues– que tenían como arquetipo el pub inglés, el bar o el saloon (esquema surgido durante la migración norteamericana hacia la costa oeste de EUA, posterior ícono del western).

Tras la trasquilada que nos acomodaron los gringos (cerca de dos millones trecientos mil kilómetros cuadrados) con la firma del Tratado Guadalupe-Hidalgo –entre cuyos signantes, por cierto, estuvo Bernardo Couto, abuelo del arriba mencionado “Coutito” –, el ejército invasor se retiró de tierras mexicanas, pero la idea del bar quedó impregnada en el aire de esta ciudad abrevadero, de sed pícara, ciudad hasta las manitas. Veinte años más tarde, en 1864, sólo había 11 cantinas, aún faltaba tiempo para convertirnos en la mentada “ciudad de las cantinas”. Poco a poco, ese primer esquema norteamericano se mexicanizó, adoptó tonalidades de nuestra cultura social y etílica, y se tornó en una estructura más sólida y permanente. Se ha dicho que una de las primeras cantinas-bar “en forma” fue la del gringo Peter Gay –ancestro de los escritores Pérez Gay– y estuvo en el meritito Zócalo, en la esquina sur de la actual calle Madero, en el otrora Portal de Mercaderes. En ese mismo lugar estuvo mucho después la cantina El Moro. Corolario: a finales de la década de 1870 inició el alza de las cantinas (tal como ahora las conocemos) y, ya se dijo, el boom estalló durante la llamada paz porfiriana. Las cantimploras crecieron como la espuma en el periodo de entresiglos, y se convirtieron, acaso, en uno de los lugares más connotados y predilectos de la vida capitalina. Ahora sí: una cantina en cada esquina. ¡Ajúa!

Pero nada es para siempre. La belleza es momentánea. La cohorte de males y el paulatino derrumbe de las cantinas comenzó apenas echado a andar el siglo XX, particularmente con los reformadores y moralizantes gobiernos posrevolucionarios que combatieron y asfixiaron, en el congreso y en la administración pública, a los dignos espacios destinados al desparpajo, el vicio, el desorden y la libertad. El presi Carranza fue el primero (opinaba que chupábamos muy feo), y de ahí pal real. Ya sabemos, así funcionan las revoluciones institucionalizadas. Para la última década de la centuria pasada las cantinas eran espacios avejentados, mullidos; territorios reservados a los borrachos de lunes a domingo de siete a diez (¡qué rico!). En 1982, al fin, se permitió la entrada a las mujeres. Eso, aunado a la reconstrucción del centro de la Ciudad de México y la reconquista de la juventud de su antiguo Barrio Universitario, poco a poco, modificó la vida de esta húmeda institución decimonónica llamada “Cantina”.

Es cierto que en los años que lleva el presente siglo las cantinas en la Ciudad de México han cobrado un nuevo y rejuvenecido aire, en parte gracias al advenimiento de las mujeres y de la chaviza. Pero también, hay que decirlo, han padecido duros mandobles que las han restringido, reducido y hasta condenado a la extinción. Mencionaré dos: el primero de carácter político y económico y el segundo de aspecto planetario y biológico. Me refiero, pues, a los gobiernos de la ciudad encabezados por Marcelo Ebrard y Miguel Ángel Mancera, y a la pandemia de covid-19, respectivamente.

Pero antes del pase de lista de las cantinas caídas, vale la pena un somero recuento de aquellas insignes cantimploras –que hoy ya no existen– en las que la llama blanca del alcohol brilló enhiesta y beata durante buena parte del siglo XX y en cuyas fauces y cavernas se forjaron, a golpe de jaiboles, cubas y tequilazos, humanos y supremos capítulos de la cultura y la historia mexicana. A saber:

 

  1. Acaso la más famosa sea El Nivel, que estuvo frente a la esquina norponiente de Palacio Nacional, en la planta baja de la segunda sede que ocupó la Real y Pontificia (de cachirul) Universidad de México –antepasado directo de la UNAM– y que desapareció en 2010, tras una remodelación que sufrió el edificio, pero sobre todo porque no se veía bien un centro de vicio en el inmueble de la universidad, ¡cómo va usté a creer! El poeta y experto en cantinas Renato Leduc –hijo del también arriba mencionado Alberto Leduc– fundó ahí el grupo llamado “Los nivelungos”, una caterva de asiduos borrachines de prosapia fina. Era famosa su botana ligth: naranjas dulces, bastones de zanahoria, jícama en julianas… (¡qué codos!); también su reloj que corría al revés. El presi xalapito (o xalapeño) Lerdo de Tejada quiso poner en orden las cantinas y comenzó a censarlas y a expedir licencias. A El Nivel le tocó la licencia “namber guan”, de ahí la sostenida creencia de que se trataba de la primera cantina de México.   
  2. En la esquina de Bolívar y 16 de Septiembre estuvo La Reforma (1988-1971), frente al antiguo Banco de Londres. Se dice que fue la más elegante de la ciudad (a lo mejor por eso hubo (y hay) muchas con el mismo nombre), ya se sabe: maderas finas, tapices, vidrios biselados, garzones enmoñados y peinados con Brylcreem. Tenía una amplísima barra oval y era la favorita del presi Calles (alias el Turco), así como de Joaquín Pardavé y Fernando Soler.
  3. Cantina Salón Correo (antes de 1889-1945). En la actual calle de Tacuba esquina Eje Central (frente al edificio de Correos). En esa casona antes estuvo la residencia del conquistador Hernán Martín y también vivió el poeta y diplomático Nachito Manuel Altamirano. Dice el maestro Armando Jiménez que en este abrevadero se servía un coctel “de pronóstico reservado” llamado Federación. Se preparaba con: tequila de Arandas, pulque de Tlaxcala, mezcal de Oaxaca, charanda de Michoacán, bacanora de Sonora y hielo hecho con agua contaminada del DF.
  4. En el número 3-A de la calle República de Chile (antigua Calle de Manrique) estuvo la Antigua Tequilería de Manrique (1882- década de 1980). Este bebedero fue una de las primeras embajadas del tequila y el mezcal en el Centro Histórico. Era destino favorito de José Alfredo Jiménez, Pepe Guízar y el mentado fundador de la SEP, Pepe Vasconcelos. Además de las beberecuas de agave, y de su caldo de camarón levantamuertos, era famosa su sal pitiada (había platitos con sal por todos lados, para degustar el tequila, y como se sospechaba que muchos bebedores iban al baño y no se lavaban las manos… vualá. O séase, lo mismo que hoy acontece con los cacahuates cantineros).
  5. El submarino (1901-1968). Estuvo en la actual esquina de Allende y Donceles, justo frente a la Cámara de Diputeibols. Originalmente fue una pulquería que se llamó “El Recreo de los de Enfrente”. Hubo legisladores que, obedientes, asistían a solazarse y retozar en las bancas de la pulcata, pero también hubo otros que se indignaron y ordenaron cambiarle el nombre. Hay muchas fotos de la fachada de esta cantina, porque cada 1 de septiembre el presi en turno salía de enfrente, al terminar su informe de gobierno. Aquí nació el famoso coctel “submarino”, ese donde un caballito de tequila se hunde en un tarro de chela.
  6. Falta espacio. Mencionaré, de paso, otras cantinas caídas en el siglo XX: La mundial (originalmente en Bucareli 5, a lado del Excélsior), Salón Bach (el original estuvo en Madero 32. Su heredero ahora se encuentra en Bolívar y 5 de Mayo), La Ametralladora (Victoria y Dolores), El Orizaba (alias El Horrizaba o La apestosa, en Dolores), La Nochebuena (Luis Moya e Independencia), El Montecarlo (Bolívar y 16 de Septiembre, en el actual edificio de la Asociación de Bancos de México), La Valenciana (Brasil y Luis González Obregón) El Río Duero (Correo Mayor y Moneda), La Oriental (Hidalgo y San Juan de Letrán, en las nalgas del actual Palacio de Bellas Artes), El Paraíso (Justo Sierra y Argentina, esquina norponiente del Templo Mayor), El New Orleáns (en 5 de Mayo).

Así pues, regresando a lo arriba dicho, durante el siglo XXI el fenómeno de la restauración y “recuperación” del viejo centro histórico de la Ciudad de México trajo buenas y malas. Ahí está el llamado “Bando 13” (del que podríamos hablar). Pero también está la especulación económica y el casi Estado de excepción que implementó (entre 2006 y 2012) Marcelo Ebrard –y su flamante asesor, el capo neoyorkino Rudolph Giuliani– y posteriormente, con mayor intensidad, Miguel Ángel Mancera. Juntos, estos dos policías con ínfulas de políticos aniquilaron y le pusieron en su mauser a varias cantinas (y congales), como no sucedía en décadas, quizás desde los terroríficos tiempos en que la ciudad estuvo bajo el imperio del regente de hierro Uruchurtu.

A continuación, algunas de las cantinas que desaparecieron durante los policiales y perseguidores gobiernos de Mancera y Ebrard:

  • La Puerta del Sol, La Esperanza, Los Jarritos, El Azteca (que originalmente fue restaurante-cantina –ahí comenzó su carrera Javier Solís– y que devino en table-dance), El Dos Naciones, El noche y día, La Ferrolana, El Allende Red, El Salón Madrid, La Buenos Aires, La Perla de San Juan, El bar Alfonso, La Fuente, el Salón Victoria, Las Carabelas

Por otra parte, la pandemia covid-19 significó un reto mundial. De pronto nos vimos sorprendidos, no estábamos preparados para eso. Algunas cantinas no resistieron el abandono. El gobierno de la ciudad las confinó al último lugar de los llamados “espacios indispensables” y a muchas se les obligó a cambiar de “giro”, para poder operar bajo la fachada de restaurantes. La pandemia, pues, en contubernio con las autoridades capitalinas destinaron a la desaparición a las siguientes cantinas:

  • La Tormenta (eufónico y climático nombre. Estuvo frente al salón de baile Los Ángeles), La India, el Salón Luz, el Salón Martell, La vaquita (que al parecer reabrirá sus batientes puertas), La Mundial, el Bar Agustín

Así las cosas, en la libarosa y etílica Chilangotitlán de las Tunas. Juzgue y beba usted. ¡Salud!

Ricardo Lugo Viñas

Cuauhtémoc

Ricardo Lugo Viñas (Ciudad de México, 1986)

Es escritor, historiador y editor. Estudia en la Facultad de Filosofía. Es coautor del libro Cultura de paz, palabra y memoria (FCE, 2019), autor del libro Epitafio del perro (2013) y antologador de la colección Santa Marí­a la Ribera. De autores y calles (Museo Universitario del Chopo-UNAM, 2014). Ha impartido diplomados, conferencias, talleres y recorridos históricos y literarios en diversas instituciones académicas de México y el extranjero.