Mi primer recuerdo de la Ciudad de México es en un metro. Ahora mismo desconozco cuál estación era, pero de lo que estoy más o menos segura es de que se trata de una memoria de cuando tenía unos cuatro años. Curiosamente, mi remembranza no hace correspondencia con el vagón de ninguna línea, sino con las escaleras eléctricas. Mi tío A me dijo: cuando yo te diga vas a levantar la pierna y luego vas a dar el paso, ¿lista? Entonces me enseñó el truco de subir y bajar de aquella serpiente mecánica. Aquel día por arte de magia, en algún metro del Distrito Federal de los años noventa, conocí la modernidad.
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En la mente de la provincia, la Ciudad de México es un sueño; una aspiración. El símbolo máximo del prestigio. En mis años escolares, la popularidad se medía, entre otros indicadores, a partir del número de veces que alguien contaba en el salón de clase sobre viajar hacia el DF. Había cierto misticismo en el estatus que confería declararse competente para vivir la ciudad. Sí te sabes mover en los camiones, ¿no? Está ahí en el Eje Central. Sí ubicas, ¿verdad? Ay, claro. Perisur es grande, pero no tanto como Santa Fe. Y ante tales cuestionamientos, no había más que dos sopas y las dos iguales de amargas: una, declararte abiertamente ignorante sobre el tema y sufrir del escarnio de nunca haber pisado la capital (o pasar la vergüenza de no tener idea de cuál era la diferencia entre la Avenida Madero de tu ciudad y LA Avenida Madero) o dos: fingir con seguridad y aplomo que claro que sabes, si has ido un montón de veces, mientras asientes repetidamente y con confianza al escuchar por primera vez los nombres de Insurgentes, Viaducto o Tlalpan.
Recuerdo, además, que nunca faltaba el desliz casual de pagar el refresco en la cooperativa y dejar entrever que en la cartera se cargaba un par de boletos del metro. Es obvio que hay que traerlos a la mano. Uno nunca sabe cuándo se le atravesará un viaje a la tierra prometida. Interesante el ejercicio de imaginación que provocaba escuchar al adolescente promedio en el esplendor de su expertise de persona de mundo: los viajados, los paseados, los afortunados.
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Curiosamente, en mi familia se vivía la otra cara de la moneda: el mito de la Ciudad Monstruo. Si aquella vez habíamos ido al Distrito y tuvimos que pisar el metro, había sido por una razón estrictamente necesaria -y medio trágica, a decir verdad- que, además, sigue siendo práctica común: la atención médica que no se logra en los estados y que solo se consigue en el epicentro del país. Por eso es que en mi casa la historia se contaba distinto: la ciudad era una tierra de migrantes apta solo para los pocos miembros de la familia que tuvieron que salir a buscar un trabajo que permitiera erradicar la precariedad. El DF era un sitio donde no necesariamente querían estar, pero donde tuvieron que vivir para poder mejorar. Y, sin embargo, era más una ciudad maldita por tosca, sobrepoblada, agresiva y hostil. La que no debe ser nombrada… o sí, pero nunca visitada. Porque ahí te asaltan, te matan, te pierdes o te devora el tráfico. Y si una preguntaba por qué entonces ellxs sí podían vivir ahí… pues… porque ellxs sí. Y ya.
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El halo de ansia capitalino se ha enhebrado, además, por todos esos años que se han planeado y se siguen planeando excursiones de la escuela o viajes de práctica en la universidad. ¿Cómo no sería una visita obligada si es donde se encuentran los mejores museos, las instalaciones de las empresas más grandes, los conciertos colosales y los eventos verdaderamente masivos?: el epítome de la verdadera cultura nacional. Aquí entre nos, hay veces que siento que más que el sentido pedagógico de cualquier recorrido de esta naturaleza, que evidentemente existe, toda esa parafernalia del autobús atestado de estudiantes y profesores de distintas edades e instituciones de procedencia es, más que otra cosa, la necesidad de alimentar aquel imaginario colectivo que solo es compartido por quienes no somos la Ciudad de México. Los que no nacimos ni crecimos en ella. El culto aspiracional que se fue gestando en nuestros corazones se sembró y creció con cada nueva visita reglamentaria que se coleccionaba en la memoria: la de primaria, la de secundaria, la de preparatoria y así hasta el final de los tiempos. Es que el zoológico de aquí no es como el que está allá; no, los parques de diversiones no son iguales. De eso no venden aquí, eso solo se consigue allá en el centro por el Zócalo. Y así… incontables las comparaciones; innumerables insatisfacciones.
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El siguiente paso en la escala obligada de admiración era la mudanza. Aquellxs dignos de irse a estudiar fuera o a trabajar en los rascacielos sin tope eran el siguiente nivel. Las grandes ligas. No recuerdo haber conocido a ninguna persona que hubiera mostrado inseguridad o temor de la Ciudad de México ante tal cambio radical que, en nuestro caso, era desplazarse de una ciudad mediana a la Ciudad Monstruo de mi familia. Muy por el contrario, lxs suertudxs parecían estar viviendo su mejor vida, como si dentro de sí supieran que sus boletos del metro eran ahora su pase de salida hacia el paraíso. Creo, sin temor a equivocarme, que una desafortunada combinación de factores como la escasez de empleos dignos, los salarios bajos y las propias circunstancias de violencia que acechaban cada vez más en mi [estado]1
fueron siempre la chispa que detonaba no solo la salida de la gente, sino también la convicción de irse para nunca regresar. Hoy conozco personas que a duras penas han vuelto a pisar su lugar de origen o quienes reniegan de tener que volver para atender algún asunto familiar, legal o de cualquier engorroso tipo. Yo viví aquellos movimientos desde lejos, en las gradas más altas, pero debo confesar que siempre hubo un resquicio en mí en el que deseaba ser yo la que estuviera empacando sus maletas y contratando al camión de mudanza. Construí en mi cabeza un escenario que asociaba la mediocridad con la imposibilidad y el terror de tomar la computadora y lanzar un currículum acá y otro por allá para largarme definitivamente de mi ciudad. Yo también contribuí al estereotipo que hemos configurado con tanto cuidado en la provincia en el que se asocia el éxito rotundo con la vida en la capital. Como si ningún otro destino tuviera la misma validez.
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Le detengo ahí queridx lector, lectora, lectore. No se vaya a imaginar que ahora voy a quejarme amargamente de esto que le acabo de contar, pero por ahora guárdeme este secreto.
1 Si lo piensa bien, usted prácticamente podría colocar aquí cualquier entidad federativa del país y el texto se entendería del mismo modo.
Sí, sí. Ese de que yo también me quería fugar. Le prometo que ese dato le servirá un poco más adelante para saber hacia dónde voy. Solo debe tenerme un poquito de paciencia.
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Pero la vida da muchas vueltas… (¿eso dice una canción o me lo estoy inventando?) y en un giro inesperado de la trama nos encontramos ahora entrando a una unidad habitacional capitalina: cargando una mochila y con una canción de no sé quién sonando en los audífonos. El clima es fresco, pero muy agradable; incluso chispea un poco. Me gusta caminar así.
Después de llegar a mi departamento, entrar a mi recámara y dejar mis cosas en el piso, saco de la mochila mi cartera y me aseguro de llevar conmigo mis llaves. En el pasillo me topo a mi nuevo compañero de vivienda: ¿a dónde vas? Voy por algunos boletos del último tiraje del metro, le digo. ¡Uuuuuuy! No vayas, ya no hay. ¿Cómo que ya no hay? ¿Cómo sabes? En la mañana fui y me dijeron que ya no había y que no iban a sacar más. Ajá, le respondo. Pues voy a ver de todos modos. ¡Que ya no hay, te digo! Alcanzo a escuchar antes de cerrar la puerta de la entrada.
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Mientras camino hacia la estación de metro más cercana a mi nueva casa, hago memoria: no solo las escaleras eléctricas, también los vendedores que llevaban una bocina con los éxitos en MP3 de hace 18 años; el tamaño de los San Judas Tadeo cuando andaba por acá en un final de mes… Todo eso me conecta con otras memorias escondidas: el desayuno en el Sanborn’s de los pajaritos; la primera malteada que probé en mi vida al lado del hospital que era nuestro verdadero destino en aquellos años; ¿es en serio o solo me imaginé que vinimos a ver La Bella y la Bestia al teatro en alguna ocasión?; las primeras vacaciones cuando falleció mi mamá y decidí que quería huir a la nueva patria de mis tíos (sí, los que se pudieron venir) para no pensar. Y para no sentirme tan sola. Y ahora estoy aquí rumbo a preguntar en la taquilla si en serio ya no hay más última edición de los boletos del metro porque un proceso larguísimo de varios meses me compró el pasaje para cursar un doctorado en la tierra con castillos y murallas de membrillo, con sus patios de almendrita y sus torres de turrón. El antojo capital. Ya no más ver desde la vitrina, el dulce era todo mío.
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Queridx lector, lectora, lectore: en este punto la escena se congela momentáneamente. Como en una película (solo que de muy bajo presupuesto) tiene aquí la libertad de imaginar lo que ocurrió antes y después de ese momento que conectó las memorias infantiles con la situación actual. Tiene licencia aquí para tratar de deducir a cuál doctorado me estoy refiriendo y en qué institución estaré inscrita; puede tratar de ponerle nombre a aquella unidad habitacional de la que le hablé y hasta darse permiso de sentir el olorcito característico de la calle recién mojada. Trate de visualizar la hora, el día de la semana, la estación del metro de la que hablo. Si es más aventurero, aventurera o aventurere imagine la disposición de los muebles de mi cuarto que ahora es mi nuevo hogar o qué música iba escuchando camino al metro; la distancia que me toma llegar a él o lo que usted prefiera. Disfrute de la posibilidad. Porque he llegado hasta aquí para explicarle algo más.
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El primer día que tuve que ir a una clase tomé un camión color pistache. Pero no tenía lugar suficiente. Yo me acomodé como pude en el último escalón de la puerta de acceso, pero mi mochila quedó fuera de la puerta. Los primeros 15 minutos que pasé en ese sitio, estaba segura de que alguna motocicleta u otro vehículo se atoraría con ella y me haría caer de espaldas a la calle. A pesar de la cantidad de gente que iba arriba del camión, el chofer parecía tener mucha prisa y nos llevaba en subidas y bajadas con una velocidad que más de una vez me convenció de que si no me ponía lista me podría tirar. La primera vez que fui al centro, tomé el metro. Por las prisas no subí al vagón exclusivo de mujeres y sentí manos y brazos en lugares de mi anatomía que prefiero que no sean tocados en espacios públicos. Lo normal, ¿no? Durante el primer mes que estuve aquí, alguien me sacó la cartera de la mochila. Pero estaba tan estresada y cansada que no me di cuenta sino hasta 24 horas después. Perdí dinero que me habían prestado, pero gané, a fuerza, mi primera INE como residente capitalina. Durante el primer semestre de mi estancia extravié entre un transbordo y otro todos los pines decorativos que le puse a mi mochila y que habían sido regalos antes de mudarme para la ciudad y en el Metrobús, yo le arranqué sin querer a una muchacha el cierre de su bolsa ¿se la habrá llevado abierta el resto del camino? Más de una vez me faltó el aire; más de una vez llegué muy tarde calculando mal mis distancias; más de una vez dije buenos días al subirme en un camión sin obtener respuesta. Más de una vez quise no ser vista, ni tocada, ni insultada en el transporte por el tamaño de mi mochila o el lugar donde estaba parada, igual que todos, intentando volver a mi casa.
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¿Dónde
se quedó
mi recuerdo
de las
escaleras
eléctricas?
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Mi camino matutino durante la semana es igual y a la vez completamente diferente. A mi camión se suben obreros de distintas edades. Hay unos muy jóvenes que en cuanto encuentran un asiento lo toman para reclinar su cabeza sobre la ventana y aventarse un coyotito antes de su chamba. Me pregunto a qué hora habrán tenido que levantarse y cuánto sueño no tendrán ya acumulado en los huesos a pesar de sus pocos años. Otros se ven mayores y en ocasiones suben con dificultad los peldaños del transporte. Una vez arriba depositan su mirada cansada en hacer scroll a alguna red social o simplemente viajan abrazándose de sus mochilas. Algunos suben con picos, palas, cables, tubos o madera y siempre me impresiona la forma en la que maniobran con precisión y exactitud tanto para introducir todos esos objetos bromosos como para sacarlos cuando llegan a su parada.
A ciertas horas comparto el trayecto con muchas mujeres. Las hay menudas y diminutas, tanto que siento que las voy a lastimar con la corpulencia de mi mochila y otras que son más bien robustas y fuertes, de piel surcada y cabellos entre los que se asoman algunas hebras decoloradas. Aunque pareciera que todas se bajan seguras de dónde debieron apretar el timbre, con frecuencia hay quienes que apenas se familiarizan con las calles. En más de una ocasión me han preguntado si conozco alguna en particular y yo no puedo más que responder lo que parece que suena a una mentira o a una evasión poco creíble: no soy de por aquí.
También suben y bajan mujeres jóvenes con pulcros atuendos de enfermería. No llevan una cofia, pero sí van arregladas con moños en el cabello, las uñas recortadas y los zapatos bien blancos.
Todxs los pasajerxs van pidiendo su parada cada tanto. Cuando logro asomarme por la ventana les observo caminar por alguna banqueta en aquella colonia que está plagada de casas de hasta tres niveles, cuatro cocheras, pisos a desnivel, fachada minimalista o techos de dos aguas. Se me pierden de vista, pero les imagino sacando un llavero en el que de un aro cuelgan las llaves para sus propias viviendas y en el otro, el conjunto de portón metálico, puerta de entrada, patio de servicio, bodega, jardín o cualquier otra portería secreta. Quizá no sea el caso y más bien deban identificarse ante un interfón con cámara integrada o tendrán que saludar al vigilante en turno que atiende en la caseta mientras le da el pase de salida al encargado de pasear a los perros en el turno matutino.
También suben estudiantes de preparatoria por montón. Escandalosos, desparpajados y comentando su última tarea de matemáticas, lo mal que les cae el profesor de geografía o dándole un último repaso a sus fotocopias. Se hacen bromas pesadas entre amigxs y las parejas se toman de la mano con timidez; llevan sus uniformes deportivos y otrxs van vestidos a la usanza noventera que ahora mismo se puso de moda. A veces veo a una que otra chica usando una prenda cuyo estilo reconozco del guardarropa de una de mis vidas pasadas y pienso, inevitablemente con celos, que yo lo usé primero (aunque probablemente a mí no me lucía tan bien).
En mi ciudad, los trayectos no son tan largos ni el volumen de gente alcanza tal magnitud. Por eso creo que una de las cosas a las que más le presto atención es justamente al pedacito de tiempo que comparto con toda esa gente entre una parada y otra. Lo curioso es que hasta ahora tengo el recuerdo de una sola ocasión en la que me topé con una muchacha cuya fisonomía reconocí de otro recorrido hecho en semanas anteriores. Desde esa última vez no creo habérmela topado más. Quizá es porque aquí vengo a hacerme pasar por detallista y observadora y en el fondo solo tengo mi atención puesta en aplicar mucha fuerza en mis brazos para agarrarme del pasamanos y en doblar ligeramente mis rodillas para no caerme sobre nadie al primer enfrenón.
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Querido lector, querida lectora, queride lectore, hasta hace un momento yo también habría pensado que esto que le cuento era una disertación lastimera acerca del transporte público. Y si se fija, casi lo logré. Casi. Me detuve justo a tiempo y, sin embargo, percibo que le dejé al menos una idea parcial de mi aventura en el sistema de movilidad integrada copirraig derechos reservados. Pero yo misma me fui dando cuenta de que esta trama no está conducida por el pasmo y la impresión que le dejó a su provinciana de confianza su encuentro maduro con la ciudad de sus recuerdos, sino que va más por otro lado. Algún día, quizás, para otro texto y para otros ojos, ese será el leitmotiv. Pero por ahora no lo es, porque hasta a mí misma me ha quedado claro cuál es el rumbo que solito anda dando todo este anecdotario. ¿Me permite seguir contando con su compañía?
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En las avenidas que parecen hormigueros; en las horas pico con cláxones a 2, 3 o 45 voces; en las filas de todos tamaños para entrar a cualquier lugar y en las aglomeraciones alrededor del puesto de tacos o tortas que se sirven en platos de plástico y sobre papel de estraza, convivimos aquí propios y extraños. Lxs que han nacido en la ciudad y lxs atrevidos colonizadores de la provincia que a veces usurpamos las oportunidades que no nos correspondían. O sí. Que en el derecho humano universal de migrar para alcanzar una vida mejor no hacemos otra cosa más que complicar la repartición del pastel: cada vez nos toca de menos. Y no sé si en algún punto hemos hecho verdadera conciencia, más a allá del síndrome de salvadorxs blancxs, de que sí, que muy probablemente estamos invadiendo el espacio y dificultando más la vida de otrxs. Que el complejo proceso del cambio de residencia es, sin duda, un efecto mariposa. Que no puede ser que la única consecuencia real de hacer la transición sea simplemente engrosar los vagones del metro y a veces tenerse que mover a empellones entre la masa y ya está. No me parece que nos hayamos planteado en verdad la posibilidad de que igual que nosotrxs, mientras vamos de camino a la escuela o al flamante nuevo trabajo, compartimos también un espacio donde habitan otros sueños. Unos con los que probablemente no nos identificamos ni nos interesan mucho. ¿Qué me hace a mí igual que los obreros o las enfermeras con lxs que abordo la misma ruta?
De igual forma que yo me desplazo de ida y vuelta, todxs esxs compañerxs de viajes efímeros, no solo cargan las herramientas o las bolsas con la compra o los pesados libros de metodología de la investigación I, también llevan a cuestas la motivación para hacer eso todos los días; ya sea por obligación, por necesidad o por voluntad propia. En esos breves instantes, todos vamos arrastrados por una fuerza que nos hace tomar esa dirección y no otra. Vamos existiendo entre la decisión y la inercia. Unos días navegando como seres materiales y otros somos solo la fantasmagoría.
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La fantasía clasemediera edificada en las afueras de la capital consiste, pues, en ese privilegio de confeccionarse una identidad cosmopolita a la medida. Una que ha anonimizado por completo a la Ciudad de México y que la observa como forzosa depositaria de nuestro móvil. Sin tomar verdadera conciencia de quiénes la habitan y cómo la habitan, nos basta ponerle la cara de los cafés de moda, la prominente vida nocturna o los grandes puestos que a la larga nos harán lxs hijxs pródigxs de nuestras ciudades de origen. Porque en el fondo (y en la superficie) ansiamos llenarnos la boca frente a aquellxs que dejamos atrás. Lxs que no ubican dónde están los lugares de los que les estamos hablando o a quienes les hacemos las promesas vacías de llevarlos a conocer cuando vayan de visita. Lo más insano que nos ha dado la abstracción foránea de la vida en la capital, ha sido convertirnos, nosotrxs sí, en los verdaderos monstruos. Ávidos de devorarnos la ciudad tan pronto como sea posible para regurgitarla como perlitas de prestigio y entregárselo a cuentagotas a quienes presten oídos para escucharnos.
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Lector, lectora, lectore, has llegado hasta aquí y seguro ahora no entiendes cómo es que alcanzamos este punto desde el inicial recuerdo de mi niñez. Perdona que te hable de tú, pero ¿no crees que ya nos hemos conocido bastante bien como para hacerlo? Espero no te moleste. Continúo: me gustaría darte una explicación convincente, pero te estaría mintiendo. Y una no puede darse el lujo de engañar a quienes nos conceden sus ojos para leernos. No sería ético. Créeme que como ya te dije antes, comencé pensando que esto se convertiría en una cosa, pero, como siempre pasa con la escritura, lo que hacemos se termina transformando en el camiono en lo que tiene que ser. Confío en que sabrás entenderlo y continuarás conmigo hasta el final.
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Vivo en la Ciudad de México desde hace poco más de un año. Y he sido justo ese personaje de historia de terror que cuenta las cosas refiriéndose a los lugares donde han ocurrido, sin importarme si la otra persona sabe o no de qué le hablo. Claramente he sido esa persona que ¡Oh! ¡Cómo sufre en el transporte público! y he preferido más de una vez pedir un coche que soportar un viaje incómodo, aunque sepa que no tengo el dinero suficiente para darme ese tipo de lujos cada vez que se me ocurra apelar a mi hedonismo y evitarme la incomodidad. Opté, desde luego, por asumir esta posición de creer que la ciudad está obligada a aceptarme porque por eso es la capital de mi país. Porque para verdaderas identidades las que tiene mi ciudad y tantas otras que no son como esta urbe que es más bien grisácea y sin personalidad.
Como si la única misión de esta tierra fuera dejar que la infectemos y la sangremos hasta que no quede ni un espacio libre, ni un pulmón desde el cual respirar.
No sé cuándo pasé de mirar a la ciudad con la ingenuidad de la época de las escaleras eléctricas a verla como una mina de explotación, ni cuándo torcí el camino y me permití hacerme partícipe del estereotipo de quienes, ahora lo sé, nunca vieron a la ciudad como una verdadera ilusión, sino como una forma de hacerse reconocidos para poder ostentar un letrero (en cartulina fosforescente, por supuesto) para que todxs vean que lograron salir y que alcanzaron alguna clase de sueño mexicano. Y la gran revelación es esta: ni soy yo la gran promesa que la capital estaba esperando; ni soy la jugadora más valiosa y mucho menos soy la última [refresco de cola de marca conocida en mi familia como las aguas negras del imperialismo] del desierto. Soy una mujer más que vino a engrosar la mancha urbana. Con el mismo derecho de tomar el asiento que se liberó en el metro que la persona que está más cerca, aunque se haya subido al último; no soy la salvadora de las clases desfavorecidas ni lo seré nunca. No les estoy haciendo el favor de contar con mi extraordinaria presencia.
Pero la siguiente revelación es esta: la Ciudad de México es probablemente el sitio más democrático que tiene el país. Lo mismo arropa a sus hijxs naturales que busca la manera de encontrarle un lugarcito a las cantidades ridículas de provincianxs que deseamos ser sus bastardxs. No se le niega a nadie y aunque a veces parece agonizar, se levanta con el ritmo de la cumbia sonidera y el olorcito característico de las guajolotas y el atole. A pesar de cualquier cosa, la ciudad brilla para todxs.
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¿Y a ti querido lector, querida lectora, queride lectore? A ti cada mañana también te resucita sin importarle mucho quién seas ni de dónde vengas o si ya te instalaste a vivir aquí o solo estás de paso. Porque así, ni más ni menos, es el ritmo al que baila esta ciudad. Así que levántate y anda.
Tsïstsïki
Morelia, Michoacán (1987). Licenciada en Ciencias de la Comunicación por la Universidad Latina de América, maestra en Estudios del discurso por la Universidad Michoacana y estudiante doctoral de lingüística en El Colegio de México. Profesora en la Universidad del Valle de México.
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