Ensayo

Ocho a seis (seis a nueve)

El viento en el rostro. El aire fresco entra en mi cuerpo, me recuerda que estoy vivo. Una mano volando, la otra se aferra al metal que es lo único que me mantiene en este mundo. A veces me dan ganas de soltarme. Hoy no. Hoy fue un buen día. Sonrío. Tengo un poquito de libertad y algo de tiempo por delante. Nos dirigimos al metro Tacubaya. Estoy contento porque lo logré: alcancé el último camión.

Siempre soñé ser cacharpo (para quien no lo sepa: así se le dice al ayudante del chofer). No estar en una habitación cerrada todo el día sino al aire libre. Ver la gente ir y venir. Tomar una cerveza a la hora que se te antoje. Sonreírles a las chicas. Gritarle a la gente que se recorra, con palabras educadas pero ordenando, no pidiéndoles permiso aunque diga esto último. Un poco de poder, algo de beber y compañía. ¿!Qué otra cosa se puede pedir?! Pero no puedo. Estoy atado a estos viajes; irónicamente ellos que están todo el día pegados a su vehículo pueden irse cuando quieran y yo que me marcho en cuanto se detiene, soy preso de este.

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Formo parte de un grupo al que, de manera pomposa, se le llama población flotante. Esto quiere decir que no soy de la Ciudad de México sin importar que la mayor parte del día me la paso en ella. A casa, o al menos al lugar donde vivo, llego unas cuantas horas. Duermo cinco horas cuando puedo; cuando no, despierto constantemente para revisar cuánto falta para que den las cinco. He de confesar que me sé afortunado: antes que yo, mamá ya despertó y casi ha acabado de preparar el desayuno. Solo me doy un duchazo y al salir ya está mi comida calientita lista. Muchos dicen que amanecen “con el estómago cerrado”; yo puedo comer a cualquier hora del día porque me rijo por una regla: siempre que puedas comer, ir al baño o… lo otro, siempre aprovecha: estando en el camino nunca sabes cuándo vas a poder hacerlo de nuevo.

Es difícil despertar cada día, pero hay pequeños momentos que ayudan. Nunca puede faltar mi café antes de salir al mundo. Son diez minutos al día que a veces significan un cambio en mi destino que ya se está escribiendo antes de poner un pie afuera, hoy tardé trece porque había galletas rellenas de poder y me gusta darme unos instantes para mi café caliente. Ese gustito junto con el “que te vaya bien, hijo; con cuidado” son la fuerza que se necesita para comenzar el día.

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La primera encrucijada señala el comienzo: micro o combi. Creo que no necesito mencionar la mala fama de las segundas. Todos hemos visto los asaltos en estas; en el micro también pasan pero la diferencia es que no traen cámaras. Supongo que por eso los virales han sido los asaltos en las combis, aunque en el fondo son casi iguales. Quizás lo que noto distinto es que en los micros se da más el arrancar las pertenencias: he visto que algún ladrón atlético salte desde afuera y arranque audífonos, gorras (y hasta celulares si el tipo es muy largo) y nada que hacer: en lo que gritas: !Bajan! y te bajas, el otro ya está a medio camino del siguiente atraco. Así que en ambos te roban, nada más que en la combi hay más violencia. Quizás sea el encierro, el sentir a la gente tan junta y que los asaltantes te saben atrapado; en la micro siempre puedes bajarte de un salto; hay quien lo intenta y siempre acaba mal. Así que al final prefiero la micro (¿O se dice el micro? Nunca me he decidido. Supongo el masculino es el apropiado porque es microbús, pero las personas dicen la micro) y luego de miles, literal miles, quizás una cifra de cinco dígitos de subirme a estas (suena a exageración, pero dos viajes diarios por 365 por trece o catorce años…) he aprendido una o dos cosas, mismas que quiero compartir con ustedes. Comenzando con:

Reglas de etiqueta en la micro (o el micro)

  • Cambio en la mano, por favor. Todos llevamos prisa y la infinidad de tiempo que toma meter la mano a la cartera, revolver entre celular, llaves, no encontrar monedas y terminar sacando un billete… hará que los de atrás te… den un saludo poco amistoso, digamos.
  • Por amor de dios: mochilas abajo. No sé si nos estamos entendiendo pero hablamos de una pequeña camioneta a reventar de gente: venía yo colgado en la primera escena ¿no lo notaron? Cada lugar importa. Si llevas colgando tu mochila en la espalda son dos lugares lo que ocupas. Si el chofer te ve, puede mentártela o hay hasta quien te pide pagar por ocupar dos lugares (así es, incluso estando de pie). Una vez escuché a un vendedor allá por Naucalpan decir: bolsas y panzas a un lado, por favor. No apoyo la referencia al cuerpo de otros, pero sí: muevan la mochila por favor.
  • Siempre tratamos de darle el asiento a quien realmente lo necesita. Mujeres embarazadas, personas con discapacidades, gente accidentada quienes llevan férulas o yeso… en esos casos no hay discusión: es un deber ceder el lugar. En otras situaciones no siempre se puede. Hay quien dice “que poco caballerosos, han de estar muy cansados” y la verdad es que sí. Todos estamos cansados. Todos soportamos la misma rutina, y no sabemos cuál es la historia del otro. Quizás el joven que va sentado está tratando de descansar un poco para echarse un segundo turno, o la chica va de una punta de la ciudad a la otra y duerme para no quedarse dormida en clase de siete (además los jóvenes son el futuro ¿no?). En cualquier caso: cada quien decide. Tratamos de dar el lugar si podemos, pero tampoco juzgamos.
  • Si tu pareja alcanza asiento: tú sigue avanzando. No hay nada más estorboso que un enamorado esperando a su dama bloqueando el paso (y la otra piensa que si lo abraza fuerte, ya no tapa el camino). Claro, a menos que sean niños en cuyo caso he de decir que generalmente la gente sí es educada: ayuda a los peques a cruzar el vehículo en movimiento. El resto recórrase, por favor. Sólo son unos minutos en lo que bajan. Si no se pueden esperar a llegar a la parada: aguas con la toxicidad.
  • Uno para vatos: cuidado con la herramienta. Trata de poner al muchacho en el lateral del asiento para que no moleste a quien va sentado. Aunque no lo crean (por lo menos en mi caso) es tan incómodo repegarme a alguien como sentir que se me repegan. Todos vamos como en una pesera así que lo mejor es tratar de no importunar al otro: siempre hay puercos que lo disfrutan, pero la mayoría somos personas decentes y preferimos no hacerlo. Por otro lado si te llega a suceder, tampoco nos lo tomamos personal. Disculpe, le dices a alguien apenado y sigues tu camino… Y si a quien le pasa es un hombre: relájense. Tampoco pasa nada; no es que uno quiera ir pegadito a ustedes. Y siempre los que más se horrorizan, en el fondo algo les mueve.
  • Si se comienza a vaciar el micro, en cuanto puedas te cambias de lugar (claro, si tu movilidad lo permite). No hay nada más creepy que el camión quede vacío y solo quedes tú atrapado por un tipo que bien podría pasarse al asiento de al lado o atrás para dejarnos a ambos estirarnos a nuestras anchas. Compa: siento su transpiración sobre la camisa. Hágase pa allá.

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Es en este momento cuando, sí: apenas, entramos a la Ciudad de México.

 

Yo llegué aquí cuando la frontera era una línea en el piso. No recuerdo dónde escuché esa frase; creo que en una película sobre Chicanos, lo cual tendría sentido porque ellos también son personas que entran y salen de un territorio a otro confundiendo, muchas veces, dónde termina un país y comienza el otro. Todos tenemos un pariente en Estados Unidos; el mío era un tío que me trajo una patineta con la que comencé a patinar hace muchos años (ahora ya hasta skate parks hay de este lado). Pienso en él seguido cuando cruzo esa frontera invisible; muchas veces sucede sin que me dé cuenta; cuando veo ya atravesé aquella franja inexistente que divide dos ciudades. No sé exactamente qué tienen de diferente, pero cuando cruzas ese muro invisible, se siente. En los locales de comida. En la mirada de la gente. En las paredes pintadas en lugar de color tabique… pero lo que sea, sin duda es muy notable cuando entras a esta ciudad vía Iztacalco y no te recibe con un abrazo.

 

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Le microbús me deja en la estación Canal de San Juan (no confundir con San Juan de Letrán; me ha pasado; que es donde sales a la plaza de la tecnología a donde iremos en otra ocasión). Sólo son dos estaciones para bajarme y por eso el punto anterior es tan cortito. Ahora sí vienen los trancazos. Lo han visto en redes, quizás varios que me lean han estado ahí, pero me pregunto cuántas personas en verdad lo han vivido porque atravesar ese mar de gente se siente como una pesadilla, por lo que muchos lo tenemos borroso en la mente. Este país con todo lo que puedo criticarlo, ha demostrado que cuando se necesita puede estar unido. Sucede en las grandes victorias, en los peores momentos pero sobre todo, en las grandes desgracias. Y la desgracia que hoy nos convoca aquí, es existir.

Tal vez se les ha hecho largo el camino hasta ahora, sì lo es; llevamos como 45 minutos en la calle, pero a lo mejor sirve de ayuda si les digo dònde bajamos. Cuenta la leyenda y el Google que los hermosos logos del metro de la Ciudad de Mèxico se hicieron porque, cuando lo construyeron, la mayorìa de la gente era analfabeta, Como todos los mitos tiene algo de cierto: si ves los mapas, por ejemplo el que sale en la pelìcula Warriors, no hay imàgenes. En ocasiones tampoco colores asi que la teorìa se sostiene. Desde que yo era chiquito en la casa le decimos por colores. Entonces, llegamos por la morada y el objetivo es llegar a la última parte de la naranja; esto quiere decir que damos dos transbordos y usamos tres convoyes (como le dicen en la tele cuando se descompone algo que es bastante seguido) por lo que saldríamos en Barranca del Muerto o Tacubaya, según veamos de gente. Pero eso está todavía muy en el futuro. Primero viene bautizo de fuego lo que quiere decir: entrar a Pantitlán por el color café.

La metáfora no es mía, la escuché de alguien y me parece es adecuada. Estar ahí con un metro a reventar de gente, vomitando cuerpos sudados, el rostro pegado a la espalda del otro, se siente como estar atrapado en un baño de gasolinera vomitado y lleno de caca. Si alguien lo duda, no ha estado allí. Huele. Hiede. y suda. Estamos tan retacados que en ocasiones hay que cerrar las puertas para que no entre más gente. En los estadios de futbol lo hacen para  evitar desgracias y aquí cualquier día entre semana se cierra el paso (ya sé que ahorita la café no sirve, no estoy narrando en tiempo real: no sean payasos; abre a finales de mes por lo que entiendo). Cuando la bestia de enfrente está tan llena de sus hijos que el alumbramiento es inminente, lo despiden y llega uno nuevo. Se pone frente a nosotros y todos se preparan. Unos segundos en ascuas cuando a lo lejos pareciera escucharse que alguien grita release the kraken y la fuerza de una tormenta se abalanza sobre los asientos vacíos.

La fuerza en efecto se parece a la del mar cuando está enloquecido y ese sí lo conozco así que me parece adecuado. Por ambos lados golpea: a los de hasta adelante y también a los que intentan llegar que en Pantitlán sí están divididos pero en otras estaciones, como Universidad, se encuentran unos con otros. Los que llegan golpean tanto como los que se largan y más de uno he visto salir volando. Esta misma semana, lo prometo aunque no es texto en directo, vi una mujer que salió disparada y aterrizó con un golpe tan duro que yo pensé que no se iba a levantar. Ese sonido hueco que hacen guardar silencio a los niños que corren y de repente: plock, sabes que alguien va a llorar y esperas que no haya sido una fractura. La chica se levantó como si nada; de todos modos nadie, ni yo, nos habíamos fijado si estaba bien. Nada más la miré de lejos. Mientras me marchaba pensaba si, de no haberse levantado, de haber aquella chica quedada tendida en el piso, yo hubiera seguido con mi día normal. Ya hay que tomar el siguiente por lo que aprovecho para no dejar ese pensamiento invadirme, porque se me hace tarde y sobre todo porque no me gusta la respuesta que escucho en mi cabeza.

 

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Ya que sobrevivimos a la entrada en Pantitlán, avanzamos en piloto automático hacia Tacubaya. Una vez que llegamos ahí existen dos rutas posibles: cambiar hacia la naranja hasta la terminal o bajar y tomar un colectivo saliendo de vaya-vaya Tacubaya que nos lleve hasta el destino final. Es volado elegir cuál es la menos peor y siempre lo pierdo.

De nuevo de pie ante el anden. La gente se empuja para estar lo más cerca posible de las; varios cruzan la línea amarilla. Si cuando está vacío es peligroso porque la limusina naranja te puede dar de lleno (ha pasado) estando a reventar hace falta estar desesperado o no tener en consideración la vida para estar hasta enfrente. Todos se empujan y los de hasta al frente están en la orilla del abismo, bailando las puntas en el aire. No lo deseo pero me sorprende que no haya eventos de gente que se caiga en bola hacia el vacío jalando a otros tantos.

Suena el silbado, la gente se debate entre cubrirse para que no les pegue el tren cuando y ser de los pocos que alcanzarán a entrar (recordemos que este viene desde el Rosario por lo que no está vacío sino al revés). Los faros se muestran como un animal hambriento yendo hacia    ti, la bola de gente serpentea, el armatoste se va deteniendo y se queda un segundo detenido antes de llegar al final de la vía. Algo anda mal. Yo estoy hasta atrás, no me importa quedar atrapado entre las puertas y ser mordido de vez en cuando por ellas con tal de salir rápido. Además sé que es el mejor lugar para evacuar; tardé años en pulir esa habilidad. Creo que tengo un buen instinto pero hay otros que son bastante mejores. Antes que los demás, dos o tres personas se dan la media vuelta aunque el metro no se ha terminado de estacionar. Los miro desconfiado. Grita el silbato que anuncia la apertura de puertas pero estas no se abren. Lo entiendo y sigo a los maestros que ya han agarrado otra vía. Cuando doy la media vuelta se siente el aroma: plástico quemado. Cuando la totalidad de la masa lo entiende, los primeros ya van hasta arriba de las escaleras, yo por la mitad.

En cuanto salgo a la superficie corro para agarrar el primer transporte que encuentro: no es el que me lleva a mi destino pero me dejará avanzar unas cuadras, menos de una estación; la última de la rosa, pero de ahí ya podré tomar el correcto que me lleve a Santa Fe. Cuando acabo de abordar, una masa burbujeante de personas sale de las alcantarillas; la noticia que el tren se descompuso y tardarán en retirarlo se esparce pronto y en minutos, la avenida vomita personas. Los que se estaban jugando la vida para abordar hace siete minutos, ahora son los que se han quedado hasta atrás. Respiro un segundo mientras me alejo en el camión dirección observatorio. Esta ciudad se trata de no detenerte nunca. Reaccionar rápido. Cambiar de plan constantemente; es agotador cada minuto pues decidir una y otra vez es desgastante: ¿combi o micro? ¿Metro o suburbano? ¿Todavía me alcanza para el taxi? Si te detienes un segundo a pensarlo, los demás te pasan por encima.

 

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Bajo en el centro comercial. Debe ser su primer día, nadie lo dice porque sabemos que es la última parada; después de eso solo está la base y ahí nadie va porque no hay nada más que un gran estacionamiento. Es curioso cómo hay pequeñas manías en el camino que te muestran si alguien es del lugar o no: la combi en mi barrio se paga al subir, acà se paga hasta que bajas y si lo haces al revés, te ven feo. Se abre la puerta. En cuanto mis pies tocan el piso, de inmediato rebotan: es el último tramo; sé que me toma diecisiete minutos desde ese punto hasta el reloj checador… tengo diez para llegar hasta él. Si tardo once, habré llegado tarde y un viaje de dos horas con… quince minutos habrá terminado en derrota. Avanzo con pasos largos como aprendí en la tele; quizás si corriera a todo lo que puedo llegaría bien, pero lo haría envuelto en sudor y tendría que trabajar nueve horas así: además es indigno. Es humillante llevar pantalón de vestir y camisa, e ir corriendo. Me siento como un niño tonto que lo jalan de la mano para meterlo a un lugar que no entiende por qué tiene que ir.

Mi secreto es no mirar el reloj. Creo que si no lo veo, el tiempo pasará más lento solo por idiota; por soñador. Me concentro tanto en dar los pasos que ya no sé dónde estoy. Levanto la mirada y veo que estoy cruzando la pluma de los autos. A lo lejos veo varios compañeros con paso veloz… cuando cruzo la puerta de personal veo a algunos llegar después de mí y, miserablemente, pienso que eso puede ser bueno porque si no soy el último, cabe la posibilidad de estar a tiempo. Envidio a la gente que adelanta su reloj; quienes viven diez minutos en el futuro porque si se les hace tarde, llegan a tiempo: nunca he podido engañarme así. Siempre me doy cuenta. Llego y estiro mi dedo ante el infrarrojo: todavía traigo mi mochila cargando y eso es contra las reglas: se supone que cuando checas debes ir inmediatamente a tu lugar de trabajo. Es decir que yo ya debería de estar limpiando mi estación. Llegué tres minutos tarde. Es la tercera vez de la quincena lo que significa que me van a descontar un día. Podría irme a casa y daría igual, pero paso a dejar mi lunch y comienzo mi jornada. Llego cansado al trabajo… y es lunes.

 

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Llego hasta Barranca del muerto. Mis anhelos de cacharpo se terminan pero mi buen ánimo sigue. Después de todo hoy no regreso a Neza. Sigo por la naranja hasta que se convierte en roja, entonces hay un cambio radical. Esas estaciones, Tezozómoc, Azcapotzalco, Refinería… generalmente están vacías. Por supuesto hay excepciones en ciertas fechas y horas, pero lo normal es que no haya nadie. Cuando eso pasa, el metro es hermoso. Tengo un sueldo base con el cual pago lo básico, a penas alcanza para sobrevivir. Lo que me ayuda son las propinas: hoy tuve una buena mesa. Es raro que en inicio de semana suceda aunque tampoco es extraordinario. Me quedé a trabajar aunque no me pagaron el salario del día porque en primer lugar, no me alcanzaba para regresar. Sé que aunque sea un viajero perdido o un triste enamorado me deja lo suficiente en la mesa para volver a casa, cuando tuve la suerte de un cumpleañero feliz. Él lo estaba y yo quedé igual: la propina fue generosa, demasiado para ser hoy. Estaba marcándose la tímida sonrisa cuando recibí un texto. -También descanso mañana-

. Descansar en martes es raro, pero tiene sus ventajas si uno es optimista. El cine siempre está vacío y uno puede ir a sentirse que rentó la sala completa; eso hacía hace ya una década que comencé a trabajar acá. Muchos piensan; ¿y por qué no cambias de trabajo? Seguro encontrarás algo igual más cerca, me sugieren no siempre con la mejor intención. Respondo que lo haría si pudiera parar un momento. Es difícil levantarte cuando estás girando y girando cantaba una banda. Si pudiera detener quince, quizás treinta días la renta, la luz y sobre todo, la comida, a lo mejor podría intentarlo. Pero eso no importa este día. La tarde noche de hoy lo que importa es que por fin los dos descansamos el mismo día y entro en esas estaciones con sonrisa tonta; me veo en el reflejo del vagón.

Tomo asiento. Sin duda he tenido suerte en esta vida. Conozco la fortuna de dormir junto a la persona amada; abrazado de la mujer que te aguanta no traer un peso para invitarla a salir y tener que salirte a recoger a la estaciòn. También he disfrutado recostarme junto a mi hijo en un sopor tan dulce que si la muerte no es así, quiero ser eterno. Y con todo, nada se compara a quedarse dormido con el vaivén del transporte colectivo una nochecita calurosa. El sueño en el metro es tan profundo como la excavación que llevó a Aquiles Serdán… Nunca he estado en el extranjero, pero en las películas he visto que así es el metro de otros países: puedes caminar entre vagones, ir persiguiendo a la amada hasta que se bajan en una estación donde no te empujan de vuelta. ¡Sí!… así el metro hasta es bonito. Los vendedores luego traen cosas interesantes que vender y yo me pregunto ¿Quién les escribe su speech? ¿Un día se miraron al espejo ensayándolo hasta que salió como les gustaba o simplemente comenzaron? ¿Se preguntaron; deberé de comenzar con: si mira te vas a llevar… o con señores usuarios en esta ocasión les traigo a la venta? ¿Es un discurso que se ha pulido con el tiempo o siempre fue así y varía de acuerdo a la personalidad del merolico?

Tanta calma te permite pensar en tonterías como las que se me ocurren a diario y me lleva a ideas como la presente historia. Decía un poeta que no amaba a su patria… yo no sé si llegaría a tanto, pero sin duda es difícil defenderla cuando subes setenta y cinco escalones para llegar a la superficie… y uno bien que mal está sano (dentro de lo que cabe). Un señor de la tercera edad no quiero ni pensar cómo vive su vida diariamente. Siempre que puedan, ayuden a alguien a subir las escaleras. Pero lo que sí estoy de acuerdo con aquel escritor es que dentro de esta ciudad, daría la vida por dos o tres lugares: la Alameda Central, desde bellas artes hasta el Centro Cultural José Martí. Ahí donde he bailado más que en todas las fiestas de mi vida juntas. Por los tianguis el de la Búfalo, cerca de Observatorio, y el de metro La Raza y caminarlos un domingo por la tarde con una bebida refrescante en la mano. Pero sobre todo por el metro de la ciudad de México, que es tan complicado como sus habitantes. Porque ahí he visto robos, lágrimas, un par de veces un muerto y muchos, muchos madrazos. Pero también he llegado a los brazos de alguien que me recibía con besos mientras la levantaba por los aires. He cruzado la ciudad de una punta a otra sabiendo que de una u otra forma, llegaré a donde me dirijo y porque he pernoctado a las afueras de este sintiéndome desamparado, pero con la confianza de que a las cinco de la mañana en punto, tendré refugio a donde llegar.

Aquí es donde nos separamos. Estoy hecho polvo. Saliendo de un trabajo que en papel dura de ocho a seis, pero sumando el traslado se alarga bastante más. En ocasiones llego tan tarde a casa que los vendedores de tamales de la noche se encuentran con los de la madrugada. En este lugar, bebiendo un atolito, con un frío que presagia diciembre, esperaré a que ella pase por mí. Al caminar de la mano hacia su casa tendré un número final: ocho. Son ocho los diferentes medios de transporte que uso en un solo día. Suena pesado y lo es. Pero mañana comenzaré de nuevo. No solo porque no me queda de otra, sino porque aquí es donde lo tengo todo: mi trabajo, mi vida y a ella. Lo único que me falta en este lugar es casa, pero algún día… Porque la Ciudad de México en todo su esplendor es bien complicada. Y con todo, igual que el propio Metro, cuando funciona bien ¡Qué pinche hermosa es!.

Dario Roberto Islas Dominguez

Álvaro Obregón

Darío Islas es un escritor multidisciplinario; Doxa es su nom de plume. Ha ganado diversos premios en distintos géneros.