Los carros del Sistema de Transporte Colectivo llevan por nombre “cajas”: con 2.5 metros de ancho por 17 de largo, tienen capacidad para 170 personas, casi el doble que los vagones de ganado donde transportaban judíos a los campos de Treblinka. Los pisos de aquellos furgones eran cubiertos con una capa de cal: la cáustica ayudaba a mitigar los olores de los hacinados y a acelerar el proceso de descomposición de las heces. Hoy, la gama de productos de limpieza es más diversa. Rita podría dar un curso de cómo borrar rayones de las paredes con thinner, o cómo reusar las estopas que los mecánicos arrojan a las vías. Todo sin cubrebocas.
―Porque estuve varios años en los talleres ―hace una pausa para recobrar el aliento. Una mancha, que parece carne viva, se esparce por el paso a desnivel de la estación Zaragoza―. Ya no asusta.
Con el trapeador va delimitando la silueta de vómito hasta reducirlo a su mínima expresión.
―Nos llegaban los trenes de las demás líneas. Una vez tuvimos uno ―arrastra el remanente a las rejillas del desagüe―. Así, haz de cuenta ―apunta con su tenis hacia donde se cierne lo que parecen vísceras―: los cabellos se atoraron en los neumáticos y todo el frente estaba embarrado de sangre. Se aventaron.
Con una franela se limpia el sudor y, del bolsillo de la camisola, saca una Coca de 350ml.
―Cuál Cloralex ni qué nada ―destapa el refresco y guiña el ojo―. Si ni en mi casa lo tengo.
Este ha sido uno de los reclamos constantes del personal de limpia: los líquidos que hay, la empresa los proporciona ya rebajados. El Clarasol no huele a Clarasol y el Fabuloso es agua. Le ha encargado quita-sarro al cabo de la cuadrilla porque uno de los jefes dio instrucción de dejar los baños “como espejos”. Para quitarse de problemas, mejor ella lo compró. Eso, una piedra pómez y la Coca.
―Limpia muy bonito las tazas y los lavabos ―da un trago; jirones de etiqueta cuelgan del envase―. Quedan un poco más blancos. Pero no siempre la compro, a veces uso la que tiran los trabajadores.
Deben llegar antes que el jefe de estación, quien no tiene por qué avisarles si va o no retrasado. Al arribar, firman la hoja de asistencia; tienen una tolerancia de diez minutos. El cabo les asigna un área: andenes, vagones o piso. En el ínterin, desayunan. Todos saben lo que tienen que hacer, la orden es simple: limpieza profunda y abrillantado de estaciones y trenes; recolección, separación y desalojo de residuos sólidos; en casos fortuitos o de fuerza mayor se trabaja sin costo adicional, por tratarse de emergencias. El día de descanso es incierto, salvo que nunca caerá en un fin de semana.
―Ah, y trabajamos todos los asuetos oficiales.
La limpieza es salud y cultura. Por un Metro limpio, se lee al reverso de sus uniformes. Les aseguran que esa es su principal labor, aunque laven los pisos con la inmundicia que levantan. A los prisioneros que llegaban vivos a los campos les prometían algo similar. El trabajo te hará libre, anunciaban las puertas de Auschwitz: las humaredas al fondo pronosticaban lo contrario.
Heriberto no piensa en vacaciones, hace años que dejó de verle la gracia. Si pudiera elegir, y de darse el cambio, más bien le gustaría piso.
―Ahí, donde están las taquilleras y los torniquetes―camina hacia el andén, trapeador y cubeta en mano.
Lleva bordado al pantalón un estambre negro, que sujeta su celular: no quiere perder otro. Comenta que todo se le cae de las bolsas, agujereadas y de tela áspera. Lo toma, enciende la pantalla y mira por encima de los anteojos, porque sólo le estorban.
―Mira, ¿ya viste? ¿Cómo se va la señal? ―manda un mensaje rápido, luego se abrocha la camisola. Juega con sus botones y los hilillos que le sobresalen, como desenredando mechones prensados a un fierro.
Estira la mano al vacío de las vías, su pie rebasa la línea de seguridad.
―Ya viene ―gira el brazo como quien espera la lluvia, pero lo que Heriberto tienta es la corriente de aire que se les suele adelantar a los trenes. Da un paso atrás y deja caer la espalda contra una valla publicitaria en blanco―. Por eso me gusta más acá, así puedo estar al tanto de mi esposa ―revisa si le han devuelto el saludo.
Sus ojos se encojen, los lentes reflejan una conversación en la que sólo él escribe. Heriberto mira a la sección de mujeres del otro lado y sonríe a un grupo que desfila en leggins.
―Y hay más material ―llega el tren, toma sus herramientas―. También me canso de ver puro puto viejo.
Entramos al vagón. Ante el inminente cierre del tramo Salto del Agua-Pantitlán y la falta de afanadores por su traslado a la primera mitad de la línea, a Heriberto le ha tocado “mechudear”: barrer y fregar el carro entero. Tiene hasta la terminal para cumplir.
―¿Los pueden subir tantito? ―pide por segunda ocasión a unos muchachos en uniforme del Inter, quienes sonríen a su costa y suben los pies, no sin antes golpear los tacos contra el piso y mancharlo.
Constantemente le hacen “caras”, más cuando no se ha vaciado el convoy. Pero hoy lo tiene sencillo: la afluencia mengua por las obras. Además de los futbolistas amateur, el resto son ancianos que no saben para qué dirección andan; se derrumban, como si vinieran a morirse acá dentro, en la tibieza.
El metro frena de pronto y Heriberto se sujeta de un travesaño, flexiona las corvas. Sus rodillas carecen de la respuesta de antes. No se puede ser demasiado precavido mientras se limpia en movimiento, con su salario no puede costearse más lesiones.
―Es que ya nada es seguro. Más a nuestra edad―aprovecha para despertar a un señor junto a la puerta del operario.
‹‹Ya vamos a llegar, don››, lo endereza en el asiento. Su equipaje: una bolsa de mandado repleta de botellas vacías y taparroscas.
―Tenía un compañero, haga de cuenta como él. Fue su segundo día y nunca había trabajado de limpieza. Lo mandaron a vagones, quedó prensado entre las puertas ―avienta los hombros adelante y se arremanga la camisola―. Traía los brazos todos raspados y un derrame dentro del ojo. Sí es peligroso, no se crea.
Arribamos a Pantitlán, el vagón se ilumina. Las aglomeraciones que se acostumbran empiezan a migrar a otras paradas. Cerrarán el trayecto ocho meses. De acuerdo con la publicidad oficial, llevarán a cabo “trabajos de modernización apegados a los más altos estándares de calidad internacional”. La carga de conciencia por el desplome de la Línea doce alcanzará para reemplazar la totalidad de las vías, también para 29 trenes nuevos. Heriberto confía en no ser olvidado durante la mudanza: aguarda, como desde hace pandemia y cambio, el alta para su traslado a una estación por Observatorio.
―Si es a Balderas, pues a Balderas. Que a Sevilla, allá nos vemos. A donde usted me mande, ahí estoy ―sentado en el bote y contra las puertas sobre las que se supone no debemos recargarnos, sostiene el trapeador como si se tratara de una pala y alguien le hubiera pedido cavar las tumbas de sus hijos.
Extraño al sol, Heriberto se cubre los ojos. Y, a medida que descendemos, las inscripciones se suceden. A contraluz, aquellos epígrafes desdibujados son un rastro espectral que araña las micas. Los chicos del coro, El Usher. Primo hermano de la celda o el reverso del baño público, el furgón es nuestro memorial vivo de este éxodo diario. Ganesh estuvo aquí. Plegaria que correspondería más a los trenes de Delhi, cuyos afanadores, como los de la acá, habitan el subsuelo, deambulan por la contraparte de la metrópolis, sus cañerías y alcantarillado; sus vertederos, sus entrañas. En India lo tienen claro: hay sacerdotes, guerreros, comerciantes y obreros. Debajo de lo más bajo, los Dalit, “intocables”, descastados, quienes se encargan de los desperdicios, limpiar las fosas sépticas y barrer las calles. Tienen prohibido beber de la misma agua que el resto y entrar a los templos. Han de ponerse de pie cuando castas más altas llegan a la habitación, así como Heriberto, cuando un policía entra a la caza de ambulantes. No deben dirigirles la palabra, su sombra se considera de mal augurio y mejor les convendría mantener la distancia. Con ellos, puedes hacer lo que quieras. Son mero cascajo urbano.
El Metro no es estéticamente agraciado, pero se mantiene en pie. No tiene las facciones de los trenes del primer mundo, pero acarrea, con todo y accidentes, a la población de Línea A a Línea B. No sirve, se cae a pedazos y aun así lo echan a andar. Si lo quisieran presumir, desde el principio habrían planeado la red ferroviaria por fuera. Subterráneo: así es todo lo que avergüenza, lo que se rechaza de uno mismo, el inconsciente de la ciudad, donde reptan los cautivos y condenados. Nuestros campos de concentración, para no escandalizar el paisaje transparente de las plazas, van por dentro.
Heriberto y Rita acordonan la sección lateral del camellón que conduce a la salida y disponen cubetas al pie de la escalinata. Tiendas naturistas piden limosna con la mano extendida, los boletos vencidos de la Lotería Nacional cubren a un establecimiento cual cobija alrededor de un muerto; cada local tiene frente a su cortina metálica la nueva ubicación por las obras. Han desmontado los paneles con acabado de madera, lo mismo la guía rosa que identifica a la línea; sobresalen ahora sus tuberías y cableado. Estaciones fantasmas que fueron enterradas vivas. Al menos han tenido la cortesía de no apagarles la luz.
Rita levanta una propaganda y dobla con cuidado los cupones. Heriberto saca de su camisola una bolsa de cumpleaños, aparta los Cazares para sí y le convida a ella del resto. Cuando devuelve los dulces, a Rita se le voltea el tarjetón: el número de identificación que cargan al cuello.
―La tenemos que traer porque, si no, nos ponen falta ― Rita se mira el gafete: foto tamaño infantil, nombre de la empresa, un sello de recibido y los datos personales van rellenados con pluma azul.
―¿Quién dice? ―pregunta Heriberto.
Ambos, de cuclillas, pasan el trapo contra la mica café que divide el pasillo.
―El cabo. ¿A poco no te la sabías? ―con la uña, trata de despegar un chicle del azulejo―. Uy, éste no se va a poder así, necesita espátula.
Heriberto se acerca y le entrega el instrumento, ya oxidado.
―Pero yo veo a los dones del otro turno y andan sin problema ―agarra el bote de su compañera y lo mete en el suyo, al igual que los trapeadores―. Además, ¿cuál es el chiste? Este número ¿de qué es o qué? ―se quita la identificación y es como si la leyera por primera vez.
―Según que del Seguro Social.
Rita apoya ambas manos contra la rodilla y sube hasta donde le permite el cuerpo. Siempre encorvada, como predispuesta a que le alcen la voz, baja las escaleras un peldaño a la vez.
―Pero ¿de quién? ―Heriberto la alcanza dentro del almacén.
En octubre de 2018, la Contraloría General de la Ciudad de México realizó una auditoría interna al servicio de limpieza de Tecnolimpieza Ecotec, subcontratado por el Sistema de Transporte Colectivo. De la inspección, se dio a conocer la falta de control en el registro y emisión de credenciales al personal de limpia. Al no tener certezas en la expedición de identificaciones, tampoco se tenían sobre su afiliación o no al IMSS. Se examinaron los casos de 169 afanadores; ninguno estaba afiliado al Seguro Social u otra institución de salud por parte de la empresa. A la fecha, Ecotec sigue siendo la principal prestadora de servicios. Nadie sabe dónde están sus oficinas y sus obreros jamás han sido dados de alta.
―¿De quién? ―insiste Heriberto, quien se mira el emblema bordado al hombro.
Tienen treinta minutos de descanso. Como las sensaciones son de último día y cierre definitivo, se toman la hora completa. La maquinaria arrumbada da indicios de que el cuarto se usaba para otros fines. Una roca detiene su puerta de aluminio. Por favor, no te orines, no seas marrano, reza la súplica sobre el cartón pegado a la entrada. Aquí termina el marmoleado de los andenes y empieza un piso que fue rojo; por la falta de mantenimiento, está regresando a la tierra. Heriberto, sentado sobre una cubeta, come sopa fría de un topper color aqua; Rita hojea un catálogo y sube los pies a un bote transparente. Hay una docena de esos mismos agrupados al centro de la estancia, igual número de palos de escoba (sin cepillo) formados contra el paredón; trapos y uniformes dentro de cajas a medio estibar con amarres de cinta canela. Sin módems, sin televisor ni microondas, los jefes de estación se han encargado de detenerlos en el tiempo. Esperan que sea cierto que les han guardado trabajo en la otra parte de la línea. Esperan que el trasiego no sólo sea de materiales y que alguien les convide de sus pasillos, de sus escaleras. Aguardan.
―Nos lo prometió el jefe, ¿verdad? ―pregunta el hombre y Rita, que pega un post-it en la sección de barnices, no contesta ―. Sí vamos a seguir. Que le hagamos como cuando nos mandan a otra estación. Sólo que más lejos.
Heriberto guarda el topper y se levanta para estirarse. Le da ansias tanto rato sin quehacer, se le duermen las piernas: trabajó treinta años como taxista y apenas va recuperando la sensibilidad. Dejó el oficio porque tuvo problemas para renovar su licencia.
―Por la vista, por el daño que tengo ―cuelga los lentes a la mitad de su camiseta.
Sus parpadeos son el aleteo de una palomilla contra la luz. Heriberto estudia el tercer grado de primaria en una escuela nocturna. Está por alcanzar los setenta años, su cabello es ralo; la dentadura se le desmorona. Y el único trabajo que no tiene edad, que no envejece, es el de limpia.
―Todos regresamos. Más los que somos viejos ―agrega Rita al tiempo que toma una bolsa de celofán y va juntando la basura encima de la mesa de centro que usan de comedor.
Desde que falleció su esposo, casi no tiene contacto con sus hijos: no saben que le han diagnosticado hipertiroidismo. En agosto cumplirá 66 años. Tiene miedo porque todas sus hermanas murieron de cáncer.
―Si buscaba trabajo en otro lado, no me lo iban a dar; pierdo la pensión. Por eso vine aquí, porque sé que no dan seguro.
Mete la bolsa en un contenedor gris a tres cartones de desbordarse. Empuja para hacer espacio, evitando tocar los cubrebocas o los fierros que caen de las paredes; se enjuaga las manos con gel antibacterial. Le ofrece a Heriberto y él lo toma a grosería.
―Bueno, te la dieron, ¿no? ―sube un pie al banco, se amarra las agujetas―. La chamba. Ya lo dijiste. ¿En qué otro lado encuentras?
Hace un puchero de incredulidad y pasa el otro zapato: salpicados de pintura, recios, la suela tallada como sobre cenizas, en alguna época fueron los preferidos, los de las fiestas. Los que calzaba para la fotografía del tarjetón.
―A ti, desde un principio te están diciendo que no hay seguro, tú aceptaste. ¿Entonces?
Rita, de mala gana, se cubre con su suéter, cruza los brazos y observa al andén. Heriberto le sigue la mirada y se cerciora de que nadie los escuche; quita la roca para emparejar la puerta.
―No puedes reclamar. Si te conviene, bien, y si no, estás todavía a tiempo. Yo no sé si estoy mal, yo no estudié, no nada. Pero así es. Sobre advertencia no hay engaño.
Heriberto zanja la discusión al ponerse su jersey del Guadalajara. Guardan silencio: discutir el menor de sus males debe recordarles todo lo demás. Extensión de jornada sin pago extra, quincenas extemporáneas, descuentos injustificados, cobro de uniforme, mandados solicitados por las taquilleras, maltrato, acoso. Años atrás, el Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación recibió una controversia por el nombre de una prestadora de servicios de limpieza: Slaver, apenas a una “y” de la situación jurídica que perjuramos extinta. La institución de gobierno consideró que no había motivo para restregárselos y que mejor cambiaran la razón social.
El siguiente turno entra al almacén, el rango de edad no varía en lo más mínimo. Como no hay dónde cambiarse, hombres y mujeres llegan ya uniformados o, a la imagen y semejanza de Heriberto, solamente con muda de camiseta. Rita se cuelga la bolsa, el gafete lo oculta dentro de un folder traslúcido con radiografías; se masajea las cervicales. Cuando uno de los compañeros se alza la playera, deja al descubierto un torso vendado con manchas ennegrecidas. Rita empuña su catálogo, promesa de cosas mejores, y sale a los torniquetes.
―Se hicieron de la tercera edad aquí ―cae en la cuenta al ver a ese señor, demasiado enjuto, demasiado hasta los huesos. Arrastra el mismo percudido que ella por la mañana―. Los duermen, nada más les dicen “pon tu huella”, “fírmame aquí”. Nunca les leen los contratos.
El hombre baja al desnivel, tose y parece que se le van a reventar las costillas.
―Cuando mueran, ¿qué van a tener? ¿Y si no tienen hijos para enterrarlos?
La pregunta de Rita hace eco, pero ella no advierte que ya está a sesenta metros bajo tierra.
En el tren de regreso, rumbo a Observatorio, un grupo de extranjeros sube; graban la experiencia desde su celular. El subterráneo como fenómeno cultural e industria turística. Hace poco se viralizó el video Instrucciones para usar el Metro: un grupo de jóvenes ajenos al transporte público aprende a introducir el boleto, bajar las escaleras eléctricas (que son como las del mall) y subir al vagón. Hacen una pasarela del andén. La velocidad del vehículo la comparan con la de un Lambo o un Ferrari. ‹‹Es como en Nueva York››. A eso apuntan las remodelaciones: desdibujar la frontera entre estación y centro comercial, trenes y parque de atracción.
Sin embargo, el convoy que se sucede no es un carrusel. Más emparentado a La Bestia que con el Subway, son remolques donde siembran a los que nunca han tenido rostro. Reisco, Dusty Limpieza, Multigreen, Ecotec: rótulos grabados al frente de cajas que transportan masas anónimas de limpieza; van rumbo a su alquiler al mejor postor. Se mimetizan con el mobiliario, hacen como que no están en absoluto. Y entre tanta mochila, Rita desaparece; sólo le queda levantar el mentón para evitar ahogarse. Sus manos huelen a árnica, las tienta cada que el tren desacelera: se le entumen por aferrarse al barandal junto al asiento reservado, uno ya invadido. A su lado, Heriberto cierra y abre Whatsapp, pero el celular le muestra el mismo chat vacío, salvo que ahora sus mensajes están palomeados de azul.
―Hay veces que nos ven así, como ‹‹Ugg, la de limpieza. Hazte para allá›› ―Rita mira sus uñas, maltratadas por los líquidos. Luego se talla los codos, cenizos a causa de los solventes―. Nos miran y dicen: ‹‹Ash, ¿ya viste en qué trabaja?›› O estamos limpiando los baños y nos gritan: ‹‹Pues para eso estás, para eso te pagan››.
Leprosos confinados a estas catacumbas modernas, repiquetean las escobas y trapeadores para dar aviso de su peste. De espaldas al sol, abandonados hasta por su propia sombra, nadie molesta a los desollados y su sarna con la vida de afuera.
―Yo soy feliz trabajando ―Heriberto afirma sin sonreír―. Si dejo de trabajar un mes, me enfermo ―y aprovecha para acomodarse el cubrebocas, para devolver a su sitio la piel que se le descose―. Estoy como león enjaulado.
Entonces, en Insurgentes, un Lázaro exhumado de alguna vía confunde el vagón con su sepulcro. Avanza entre los latigazos de luces crucificadas a lo largo del túnel, ofreciendo gel. Con un pedazo de tela arrancado de su propia ropa, limpia el pasamanos y las empuñaduras de cromo. Junta los dedos y se los lleva a la boca una y otra vez. Cuando completa el recorrido, Heriberto le ofrece cambio; Rita cierra los ojos. Ambos bajan la mirada, quizá por costumbre. Dan la impresión de orar en silencio. Así es como se les suele ver trabajar, con la cabeza agachada y sin fuerzas. Los custodios de Auschwitz llamaban a esa postura Muselmänner, la del musulmán ensimismado. Era el mote para los muertos de hambre o los demasiado endebles para los trabajos; aquellos que ya no distinguían el frío del calor, ni la noche del día. Los resignados, los hundidos. De pronto, la luz hace corto: las remodelaciones han empezado sin ellos. Y el Metro se detiene en medio de una oscuridad más profunda. Acá abajo ¿quién ha de sentir piedad de quién?
Eduardo Robles Gómez (1994, Estado de México). Licenciado en Derechos Humanos y Gestión de Paz por la Universidad del Claustro de Sor Juana. Asiste al taller de Creación Literaria de la FARO Indios Verdes desde 2016. Premio Nacional de Literatura Joven Salvador Gallardo Dávalos 2023. Beneficiario del PECDA Edomex 2024 en la categoría de cuento. Ha colaborado en revistas digitales como Neotraba, Irradiación y Perro Negro, entre otras.
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