Crónica

Rata de ciudad

Bajo los dos escalones que me separan de la urbe, dos peldaños que me mantienen atada por una fina hebra a la provincia: al pueblo, a lo rural. Piso el asfalto, ese gris infinito que enmarca cualquier sitio de alta y baja concurrencia en esta ciudad. Mi corazón se sobresalta, siento que el pulso se acelera, debo dejar atrás ese ritmo lento y pausado que el campo impone, ya llegué a mi ciudad, no me puedo apendejar.

Ajusto mi mochila, reviso que el teléfono y la cartera estén en lugar seguro, aspiro ese aroma a banqueta, al humo que sale de los escapes de autobuses mezclado con el “fabuloso lavanda” y “pino” con el que limpian los choferes. Avanzo rápidamente y entro con el ritmo requerido al interior de la terminal, primer torniquete de metal, frío metal, acero inoxidable, al accionarse el mecanismo produce un tronido agradable, anhelado, primer acceso a la ciudad. El aroma cambia, ya no percibo el humo ni la lavanda, el aroma es neutro, la sensación es fresca derivada de la amplitud, la altura y el mármol combinados. Llego a mi primera parada: el baño, una vez más siento el frío metal de la puerta giratoria, mientras emerge el característico olor a baño: mezcla de agua estancada, cloro, orina y pedo. Con cierta precaución me dirijo al WC, no tengo suerte hoy, pues entré a uno cuya puerta carece de seguro, entre acrobacias consigo detener la puerta y sentarme “de aguilita”… Hago lo necesario, termino y agradezco llevar papel, intento jalar la palanca, pero no sirve. Salgo apenada y le hago la advertencia a la siguiente incauta, veo el enojo en su mirada y sigo mi camino. El agua de los lavabos está helada, sentiré mi piel resecarse de inmediato, luego la comezón, ni modo, más vale eso que una enfermedad, ya hidrataré mis manos con crema después.

Vuelvo al ritmo ágil de mi ciudad, ando al tiro como el entorno me lo exige, olvido la contemplación que me permite el camino, olvido los ritmos de la naturaleza y del cuerpo, olvido el no hacer, olvido la pasividad. Camino en automático, sé que aquí no puedo parar, me tengo que mover, mi cuerpo se mueve tan rápido como mis pensamientos, aquí se compaginan… Cruzo la avenida, escucho cláxones, vendedores, merolicos: “llévese el tapabocas a 10”,
“lleve su agua bonafon a 10”, “súbale, súbale, Toluca”. Tras este bombardeo sensorial llego al metro, cargo mi tarjeta, me dirijo a los torniquetes y escucho el pitido, nuevamente el frío acero inoxidable rodeado por mi mano, empujo y giro el torniquete, siento el suave accionar de sus mecanismos, no truena, se siente bien, silencioso…

Miro el reloj de mi teléfono, 7:00, el sentido del tiempo se me ha modificado, creo que voy a buena hora, pero aquí en la ciudad ya es tarde. Una cita con el dentista me trajo desde el lugar a donde decidí migrar. Pienso: “es buena hora, mi cita es a las 8:15”, sin embargo, ese apagado sentido de los que hemos nacido y crecido en las ciudades se despierta, el instinto urbano me dice que debo sino correr, avanzar rápidamente pues el endeble equilibrio que mantiene al transporte funcionando puede colapsar en cualquier momento.

Avanzo hacia el autobús que da servicio temporal por las obras en la línea 1 del metro, subo y mis fosas nasales quedan impregnadas por colonias y perfumes, cabello mojado, champú, coronados por un ligero aroma dulzón que han convenido bautizar como “olor a bebé” agresivo para mi sentido del olfato. El autobús va lleno, comienza su camino, rápido aunque frenado por algunas zonas de tráfico, da varias vueltas, varios perdemos el equilibrio, salvados por los tubos de frío acero o las agarraderas manoseadas de los asientos tapizados que guardan suavidad bajo la abundante mugre.

Llegamos al paradero, aún no estaciona nuestro transporte cuando todos ansiosos nos arremolinamos hacia las dos puertas de salida, ya nadie respeta ese letrero que reza “la bajada es por atrás”: la bajada es por la puerta que tengas más cerca. Desciendo y emprendo la caminata por el bello paradero, entre avenidas, puestos y gente: huelo el humo de los escapes y agua estancada mezclada con churros y papas fritas, escucho los sonoros cláxones de los autobuses que se intercalan con el “súbale al Yaqui”. Entre la horda avanzo con paso firme y constante, esquivo señores y señoras que no se andan con miramientos y te empujarán si te atraviesas en su camino, también estoy preparada a empujar, acá no me puedo apendejar.

Por fin llego a la entrada del Metrobús, está hasta la madre, una fila larga, interminable para abordar, ya no presto atención al frío acero del torniquete, comienzo a sentir la frustración y el enojo porque intuyo que no lograré llegar, me desperté a las 4:00 de la mañana para llegar tarde, qué maldito coraje. Siento cómo mi esencia se transforma, hace 10 minutos todavía me sentía respetuosa, pero en segundos se gestó la transformación: me he convertido en la señora que no se anda con miramientos, tengo que llegar.

Avanzo en la fila muy lentamente, veo caras resignadas, otras enojadas, otras indiferentes, muchas perdidas en el mundo que el aparato telefónico les ofrece, algunos sonríen, otros están sumamente concentrados, otros sólo miran sin expresión alguna, tan acostumbrados todos a que les sucedan contratiempos aquí en la ciudad, pero yo citadina desnaturalizada no los entiendo y sólo siento el calor que me produce el enojo recorriendo mi cuerpo: el cuello, la espalda, los hombros están ardiendo junto con mi cabeza, mientras la fila avanza lentamente, a un ritmo artificial, desconectado del entorno, desentonado.

El ansia me invade, soy la tercera en la fila para entrar al Metrobús, con desesperación observo que las dos mujeres delante de mí ya no logran entrar en ese transporte, tendremos que esperar el siguiente. Me entusiasma la idea de casi llegar aunque me decepciona el hecho de no lograrlo aún, agridulces experiencias cotidianas que sólo esta ciudad te ofrece, aquí siempre tendrás algo que contar al llegar a casa. Después de una larga espera de 3 minutos llega el Metrobús, siento la descarga en mis hombros y espalda, subo rápidamente sin empujar a nadie y consigo un asiento: un verdadero logro… La felicidad dura poco, pues veo cómo el Metrobús se llena y me llega la angustia de no lograr el descenso, pues tendré que surcar el mar de gente hasta la entrada, me angustio bastante, el olor a Caprice de manzana no me reconforta, la mochila en mi espalda acusa la angustia, sudo y observo a las otras tan frescas, con cabellos húmedos, rostros maquillados, empolvados y secos, mientras yo sudo la gota gorda porque me estoy anticipando al fracaso.

Entre acuciosos sudores llego a la parada anterior a la mía, con cortesía pido permiso a la chica de al lado, paso tratando de adelgazarme a mí y a mi mochilota para no pegar sin quererlo, con la mayor consideración (porque así se acostumbra ahora) pregunto “¿baja a la siguiente?”, “¿me da permiso?”, “con permiso”… No llego hasta la puerta, pero las damiselas delante mío aseguran que bajarán en esta parada, confío en ellas aunque no del todo, la duda ahí está, la duda y la desconfianza que cargamos como las llaves de la casa en el bolsillo del pantalón por haber vivido tantos años aquí, donde se sabe que cosas malas pueden pasar, que la gente puede ser mala y que en cualquier momento te pueden agandallar, aunque nunca te pase, la duda está y esa duda me hizo sudar aún más.

Felizmente todas las distinguidas damitas frente a mí, descendieron en la parada como habían advertido, qué buenas personas las de la ciudad, siempre tan consideradas con los demás, dispuestas a ayudar, a asesorar, a dar una mano… Vuelvo a mirar el reloj de mi “esmarfon”, son las 8. El pesar cae sobre mis hombros, no voy a llegar, haré lo posible, pero ya sé que no voy a llegar, el sentido de la inminencia se despierta, haga lo que haga, mi destino es no llegar. Suspiro, tuerzo la boca en señal de decepción, ya fracasé, tanto me las sé, tanto andaba al tiro, neta que no me apendejé y aún así fracasé. Voy con la decepción a cuestas, aún rápido, aunque sin esperanza, sin el sentido que me impulsaba.

Son las 8:15 en punto, “ingreso” a la clínica, corro con la enfermera, la veo, la examino, la juzgo en un segundo, no parece de las indulgentes, me va a regañar y regresaré a mi casa sin ser atendida.

—Buenos días, señorita, tengo cita con la dentista, la Dra. García— mi corazón late desesperadamente, estoy en el momento cumbre del día, el parteaguas, de esto depende mi ánimo.

—Buenos días, ¿a qué hora es su cita? — Si me dijo “buenos días” es porque le caí bien, seguramente usé el tono adecuado y me va a dar chance, estoy segura que ya la armé.

—A las 8:15, señorita— afirmo mientras expreso con un gesto algo de arrepentimiento, algo de vergüenza, algo de aceptación y algo de añoro. —Ya viene tarde, señora, permítame…

Recuperé la esperanza, si me dijo “permítame” es porque me va a dar la oportunidad, intercederá por mí frente a la doctora, retará al sistema por mí, gracias a que le dije buenos días y en mi expresión vio lo necesario, creo que lo lograré, me siento confiada.

Tomo asiento en la fila de sillas de metal, más que acero parece aluminio, siento el frío a través de mi pantalón, cruje bajo mi peso, es más bien inestable. Espero. Tras unos 10 minutos comienzo a desesperar… Pues qué se cree esta gente para tenerme aquí esperando, yo llegué puntual… Veo venir a la enfermera…

— Señora, ¿me dijo la Dra. García?

— Sí, tengo cita con ella.

— No señora, la Dra. García está “de incapacidad” no viene sino hasta la siguiente semana… Pase a la ventanilla y vuelva a agendar su cita, por favor. — Pero señorita, yo vengo de lejos y ya esperé dos meses para que me atendieran, no puedo venir cualquier día…

— No puedo hacer nada señora, pase a ventanilla a reagendar su cita.

“Adiós, infernal ciudad”. Fue lo que dije cuando migré, cuando decidí cambiarte por el pueblo, la naturaleza y sus paisajes. Cambié la dureza de tus calles por la suavidad del pasto abundante, el gris imperante por el verde… Al paso de los años me vi forzada a volver, esporádicamente al principio, de manera constante después, ¿acaso las circunstancias me orillaron o fue ese lazo invisible que nos ataba? Sigues siendo tan infernal como cuando me fui, sigo odiándote tanto como antes, ahora me castigas por renegar de ti, renegar la parte oscura e infernal que cargo por ser tu hija, ¿es una lección que me quieres dar o una invitación a volver?

— Gracias señorita. Hasta luego
Me dirijo a la ventanilla animada porque esta nueva cita me hará regresar.

Raquel Fuentes Breña

Benito Juárez

Egresada de la carrera en Historia (UNAM), trabajé haciendo investigación en temas coloniales, posteriormente participé en la elaboración de cápsulas de vídeo sobre las tradiciones locales en Malinalco, más adelanté quedé a cargo de la coordinación de un acervo documental y biblioteca en Malinalco, actualmente soy ama de casa y comerciante.