Nacer, crecer y vivir a las orillas de una gran urbe es parecido a apreciar un concierto desde la última fila, esa de los asientos más baratos en gradas, donde la banda en el escenario se convierte en pequeñas migas difíciles de distinguir y cada individuo en la vastedad de gente que, conectados a través del caos y la agitación, se transforman en una mezcla amorfa sincronizada, una amalgama única que se mueve, corea y siente en una misma frecuencia. Y desde los límites anhelas haber pagado un poco más, haber nacido citadino para estar más cerca del show, para formar parte de ese menjurje de almas, pasando por alto, o quizá haciendo la vista gorda, los empujones, los codazos, la falta de espacio por cada metro cuadrado, los impredecibles movimientos de las placas tectónicas y el aire malsano que impregna los pulmones.
VENDO MI ALMA POR UN LUGAR EN GENERAL A
Cuando se habla de las afueras de la ciudad se piensa en lugares subdesarrollados, aburridos, en vida rural, en atracos al transporte público cada segundo, en más de dos horas de traslado para salir de ahí. Y en efecto es eso, y es por todo ello que quizá nació mi frustración al saberme tan ligada -o encadenada- a las rémoras de la CDMX, aquellos lugares tan lejanos de una estación del metro que ningún chilango de nombre y apellido cree que de verdad existan.
Tanto puede ser el sentimiento de desarraigo por tu lugar de origen que llega el punto en el que no haces más que rechazar y renegar todo aspecto bueno, malo o variopinto que pueda tener. Digo, tal vez en el Estado jamás sentirás pánico al escuchar la alerta sísmica -si es que llega a sonar en tu colonia-, ¡pero al menos en la Ciudad solo bastan cinco pesos para ir a todos lados y puedes ir a pensar cosas al centro cuando quieras!
Atada a la periferia de la gran megalópolis, tomo ocasionalmente prestada la Ciudad, sus rincones instagrameables, sus rascacielos reflejantes, sus estaciones del metro como punto de encuentro, sus luces al anochecer, sus jacarandas en marzo, sus tacos de cinco por veinte, sus transbordos con vibras de backroom, su Bellas Artes hundido, sus albercas comunitarias en la Alameda, su vida nocturna y cafeterías aesthetic en Regina y la Condesa, su atemporal Zócalo, su Caballito deambulante y el abstracto también, su osada Diana y ahuehuete moribundo, su Ángel testigo de XV años, bodas, graduados y momentos de efímero orgullo por la selección mexicana, su plástico y blanco Polanco, su horizonte de ensueño desde la Latino, su bosque encantado y castillo embrujado, sus organilleros y merolicos, su pequeña China, sus terrazas y vitrinas en Madero, sus bares hipsters, sus cines estúpidamente caros,
sus museos en cada esquina, sus conciertos gratuitos y los que te cuestan un riñón, su nube de aire tóxico que te hace llorar los ojos y su tráfico en cada semáforo. Pero no me pidas que también reciba todo lo demás que hace de la CDMX la Ciudad Gótica sin Batman. Deja que me crea capitalina y cosmopolita por un rato, después volveré a mi vida tras las trincheras del Estado.
VIVIENDO DESDE LAS GRADAS
Mi existencia siempre estará fuertemente enraizada a dos municipios del Estado en particular, divididos de tajo por la México-Querétaro: Cuautitlán y Cuautitlán Izcalli son las dos caras de una misma moneda. Comparten nombre de pila, pero solo Izcalli pudo hacerse de un apellido, que lo distingue y evita que pase inadvertido con sus aires de modernidad y vanguardismo. Con poco más de 20 años de vivir entre esta dualidad terminas resignándote a que para ojos ajenos esa dicotomía es inexistente, que son un mismo ser sin diferencias completamente abismales. Pero el peor de los casos siempre será tener que explicar que ‘Cuautitlán a secas’ existe, al igual que lo hace la devoción católica impregnada en sus mercados, parques e iglesias y sus construcciones antiguas tantas veces restauradas que terminan siendo las más nuevas del municipio. Con el tiempo prefieres simplemente asentir y decir que sí, que eres de Izcalli, que a pesar de tener un bache por cada habitante, también tiene el mayor universo culinario en una misma cuadra bajo el nombre de la Calle del Hambre.
Mi punto de partida se encuentra en la pseudo-ciudad de donde proviene el primer recuerdo de un sitio que habita en mi memoria: una colección de edificios de ladrillo rojo y columnas de cemento que servían -y lo siguen sirviendo- de cobijo a familias de abundantes integrantes condenados a menos de 50 metros cuadrados y a jubilados, que como mi abuela, refunfuñan y soban sus rodillas con cada escalón que más los acerca a su última morada, aquella que les costó más de 30 años de sanguinario tributo al Infonavit y a pesar de ello, no pueden llamar suyo. Claro que estos y muchos otros aspectos fueron algo de lo que fui consciente con el pasar de las estaciones año tras año, pero entonces, aquel pequeño departamento en el quinto piso de uno de tantos edificios ubicados en uno de los epicentros de violencia y delincuencia de Izcalli era mi primer hogar, mi casa entre los árboles.
Dentro de su propio microcosmos, Izcalli guarda una dualidad característica de las grandes ciudades: el lado oscuro y el lado de la luz, el ángel y el diablo en cada hombro, el niño prodigio y el caso perdido. Esa dupla es evidente en los barrios y colonias que la conforman, pues en una esquina tienes a Infona Norte, Tepa y La Piedad, ensuciando el concepto de
ciudad sofisticada con sus altas tasas de criminalidad, balazos disfrazados de cuetes y barrotes en todas las ventanas. Y brillando bajo el reflector enfocado por la cabecera municipal están las ‘zonas residenciales’ de Ensueños, San Miguel y Bosques del Lago, ejemplo del progreso izcallense, con sus casas de millones, habitantes ancestrales y cámaras funcionales en cada esquina. Curiosamente, a esos dos extremos los une un pasaje en combi de doce pesos o un viaje en el Izcalli 123.
Mi infancia se divide no solo entre los dos municipios hermanos, sino también entre barrios de mala muerte y colonias bien de clase media. Por un lado, te acostumbras a las continuas advertencias de cerrar bien la puerta después de las diez y a la presencia constante de militares armados dando su rondín mientras juegas a las escondidas con los demás niños que, como tú, escuchan una y otra vez a los adultos nombrar a unos tales Zetas entre susurros, temerosos de que oídos equivocados los escuchen por error. Te habitúas a enterarte de baleados nuevos por la mañana y de descuartizados en las aguas negras cada semana, de que te sujeten con fuerza de la mano hasta para ir a la tienda y de que tu abuela te prohíba salir a jugar más. Te familiarizas con el sonido de las detonaciones a mitad de la madrugada, con vivir en el ojo del huracán, pero también con la unión de los vecinos durante las posadas, los rosarios y las oraciones apasionadas en el altar a la virgen el día 12.
Por el otro lado, en el mayor de los contrastes encontrarás las casas del tamaño de tres, los parques con luminarias que sí cumplen su función, calles que demuestran a dónde ha ido la parte del presupuesto público que no desaparece misteriosamente, mañanas de caminatas por el Lago de los Lirios y tardes en Luna Park o Perinorte, bares en cocheras y locales de hamburguesas y antojitos siendo una constante molestia para los residentes, reuniones en el patio cada viernes y bistecizas para los domingos, niños haciendo los mandados de la comida sin necesidad de ser escoltados y alguno que otro comentario ajeno sobre cómo las cosas antes eran mejor en Izcalli, algo común de escuchar en los habitantes más veteranos de cualquier lugar, de cualquier ciudad, de cualquier estado, de cualquier país. Entre todo y que no tienes que cuidar ferozmente tu integridad y tus pertenencias, te das cuenta de que pocos conocen los rostros y nombres de sus vecinos y de que se puede vivir en un estado de hostilidad sin necesidad de factores o autores externos que lo provoquen.
En cuanto a ‘Cuautitlán a secas’ respecta, es el lugar entre los árboles que me ha dado techo por años, y a la vez, ha sido el centro de todas mis frustraciones sobre vivir en la periferia. A diferencia de Izcalli, no pretende ni parece buscar el añorado título de ciudad, y se refugia en
su tradición e historia prehispánica y colonial para sobrevivir. Es quizá todo lo que se piensa cuando se habla de las afueras, un municipio de la zona conurbada del Valle de México convencional en el mayor de los sentidos y con ligeros destellos de modernidad y urbanidad, donde Uber Eats y otros servicios de entrega de alimentos a domicilio fueron la gran novedad hace no mucho y el mejor plan para un sábado por la tarde es perderse en Bodega Aurrerá. No es un sitio grande y sin embargo alberga gran parte de mi existencia. La devoción religiosa que la cimentan se siente en carne propia, sobre todo los 12 de diciembre de peregrinación al Cerrito y cierre de todas las avenidas principales. Martes de tianguis y todo el municipio se vuelve un caos vial y un basurero al día siguiente. Si tienes prisa por la mañana, seguro que el tren se atraviesa en tu camino y hace que llegues el doble de tarde. Por suerte lo que no faltan son cines con las mismas dos películas y más puestos de pescados fritos que Oxxos en cada esquina del centro del municipio. Plaza Centella será tu escape, con su Little Caesars, Mega y tres locales comerciales que muy pronto cerrarán. Toma el Suburbano si quieres huir, pero un ojo de la cara si te va a costar.
RUTA DE SALIDA
La desilusión crónica de vivir al margen de la megápolis y el deseo ansioso de escapar e internarme en las tierras capitalinas que experimento desde hace un tiempo hizo que descuidara todos los sitios que me criaron y moldearon y que no me percaté del momento en que dejaron de ser como mi memoria los tenía tallados hasta que poco o nada quedaba de ellos.
Quien soy está construida por la periferia y de la Ciudad soy una simple huésped ocasional, una turista con una versión idealizada de lo que es la vida citadina, que aparta la vista de la cara menos grata y goza de la posibilidad de poder salir cuando el encanto desaparece. En cambio, estoy impregnada de las afueras, de cada lugar con un espacio en mi historia, algunos de ellos siendo víctimas del tiempo, del abandono, de la modernidad, del olvido, de la delincuencia, de la corrupción, de la naturaleza, etc. Desde la guardería de la que no tengo menor recuerdo, pero que mi papá lamentó cuando cerró años más tarde, el mercado al que mi abuela me llevaba de la mano cada domingo y al que no he vuelto desde que no tengo de quien sujetarme, el Blockbuster que entretenía mis sábados y que vi poco a poco caer en decadencia hasta su definitivo final, hasta la primaria de la que inventábamos leyendas por diversión y que hace mucho dejó de ser un sitio apto para niños.
Al final, todas esas coordenadas en el mapa no son más que un reflejo de nosotros mismos, de nuestro paso por este mundo, prueba de que existimos con cada anécdota en los columpios del parque frente a nuestro jardín de niños, en el Soriana o Walmart donde nos perdimos por primera vez, en la unidad habitacional de nuestra infancia, en los dulces y frutsis que metimos de contrabando a las salas de cine o en la parada del camión que prometía un destino muy lejos de ahí y que sin dudarlo abordamos con tal de salir y llegar a ese anhelado lugar en primera fila como espectador de primera para un show de primera. Y, una vez en tierra prometida, luego de un tiempo de ser aplastada, aturdida y golpeada, pensarás: “al menos en gradas podía sentarme, al menos tenía aire que respirar”.
Mi nombre es Andrea García González y soy de Cuautitlán, Estado de México.
Recién egresé de la carrera de Comunicación por la UNAM. Constantemente me
desplazo a la CDMX y en mis trayectos me gusta observar los contrastes de ambos
entornos.
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