20 miligramos de fluoxetina por la mañana, 20 miligramos por la noche. Así han transcurrido los años y hoy la pandemia me ha recetado un abrazo.
Soy de esas mujeres que primero hago y después pienso. No es cierto, primero hago, luego lo vuelvo hacer y después pienso. Soy de las que se tropiezan con su sombra, de las que le tiran el café encima a cualquiera que la ponga nerviosa, de las que se andan magullando el dedito chiquito del pie con todos los muebles de la casa. Soy de las que dice “ojete” en vez de “ejote”; siempre pido un kilo de cigarros en la tortillería y confundo el achiote con los ajolotes. Justo en esos momentos donde se debe guardar seriedad, soy la experta en convulsiones. Soy de las que nunca toman refresco y cuando lo hace, se le sale un eructo. Soy de las que mantienen el control pellizcándose la pierna para no cagarla… y termina cagándola y con la pierna pellizcada. Soy la que se equivoca enviando mensajes a otras personas. Soy la que se pone la blusa al revés, la que va por la vida disculpándose por golpear a la gente en el metro y termina en Indios Verdes cuando quiere ir a Universidad, soy la que termina de nalgas en las escaleras…
Soy de las que escriben incoherencias cuando despierta el monstruo depresivo, el que no les permite aislarse porque las manos les sudan y convierten sus pensamientos en una maraña de miedo. Pero entiendan algo: “soy nerviosa, extremadamente nerviosa” como escribió Poe, actúo más rápido de lo que pienso y no puedo quedarme quieta cinco minutos. El encierro exacerba mi ansiedad, pero dentro de todo esto hay algo positivo: durante la cuarentena nadie en la ciudad ha salido lastimado por mí, excepto mi esposo, pero él ya está acostumbrado.
Y yo estoy resignada a seguir cagándola, lo lamento por ustedes, que me tendrán que ver cuando todo esto termine para tomarnos un café y se aguantarán la pena cuando entremos a la cafetería y yo me estampe con la puerta de vidrio. Porque sí va a ocurrir, se los prometo.
Solitaria y vergonzosa es mi vida en cuarentena. El señor del pollo me trajo las pechugas a la casa; pechugas del pollo, no mías, mucho menos de él y lo aclaro porque Adolfo se pone sensible con el señor del pollo, pero eso es otro microcuento. El caso es que el señor del pollo llegó, tocó, no oí, chifló, abrí, mantuvimos la sana distancia: yo en la puerta, él en la bici y Lola ladrando; parecía que estábamos jugando tochito porque me aventó la bolsa con las pechugas, la pesqué en el aire y me sentí Tom Brady. La vergüenza comenzó cuando me preguntó cómo estaba y quienes me conocen saben que si me preguntan algo es muy difícil detener mi verborrea. -Bien, gracias, le contesté y aproveché para contarle que ya entregaron las instalaciones de la FFyL, -fíjese nomás, me contestó. Luego le platiqué de la conferencia de López-Gatell, -Qué barbaridad, me dijo sin ningún entusiasmo, -por eso no puse signos de admiración-. Ya agarrando más confianza, pues que le suelto que estoy escribiendo un libro.
-¡Quien la viera! Respondió muy sorprendido, -por eso sí incluí los signos de admiración-, y yo con la sonrisa orgullosa y mis ojos verdes fulgurantes echando chispas.
Algo le conté de la estructura de mi libro y el señor del pollo nomás no se iba, supuse que le agradó platicar conmigo y yo me dije “de aquí soy”, él con los oídos dispuestos, yo con una falta de control total sobre mi lengua, pues le seguí al bla, bla, bla, hasta que me dije a mí misma si no sería más prudente invitarle un café, pero dada la sensibilidad de Adolfo, lo consideré mala idea. Luego llegó el momento incómodo en que él hacía una sonrisita a medio diente y meneaba la cabeza como asintiendo mientras yo hacía otra sonrisita a diente completo y meneaba la cabeza como asintiendo, así los dos durante un rato hasta que se armó de valor y me dijo que ya se iba, -¡pos váyase! no lo dije, solo lo pensé, también pensé que a lo mejor le daba pena decirme que quería mi libro autografiado y queriendo ayudarlo a quitarse la pena, le pregunté que si se le ofrecía algo más. -si señito, son 120 pesos, se pasó del kilo.
Sentí como cuando piensas que tu conversación resulta agradable a los señores del pollo cuando realmente solo quieren dinero; como cuando sabes que la conversación es el salto hacia el encuentro con el mundo.
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