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En estas trincheras nuestras armas son palabras convertidas en argumentos y contra argumentos.
En estas trincheras nuestras armas son palabras convertidas en argumentos y contra argumentos.
Ollinka Daniela González Nadales - Escuela Nacional Preparatoria Plantel 3
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Gerardo Solares

Facultad de Ciencias Políticas y Sociales

Soy estudiante de sociología de la UNAM. Me gusta leer novelas y teoría sociológica. También me gusta el ajedrez competitivo.

¡Ve a terapia! Un discurso de enajenación

Número 6 / AGOSTO - OCTUBRE 2022

Muchas veces, la terapia está al servicio del capital, ¡hay que reapropiarnos de ella buscando soluciones colectivas!

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Gerardo Solares

Facultad de Ciencias Políticas y Sociales

Hemos fetichizado la terapia. ¿Cuántas veces se nos ha dicho que para resolver las angustias y malestares que nos aquejan hay que ir a terapia? ¿Con qué intención se proclama que todos deberían ir a terapia sin reflexionar siquiera un instante sobre las causas de la depresión e insatisfacción generalizada? La hemos erigido como la solución última del bienestar personal. Al mismo tiempo hemos reducido la complejidad del sujeto a su dimensión psicológica. Como consecuencia, la salud mental ha pasado a ser un asunto de responsabilidad puramente individual.

La noción de que la salud mental es en última instancia un resultado de las decisiones (buenas o malas) que tomamos y que el único medio de intervención en ella es la terapia, es resultado de una incomprensión fundamental de la psique, así como de las capacidades y límites de la terapia. En primer lugar, este discurso individualista no entiende las causas objetivas del malestar mental generalizado. De este modo se quiere solucionar de manera sencilla, como se alivia un dolor de cabeza tomando una pastilla.

La coyuntura social actual es una que se caracteriza por las pocas expectativas a futuro disponibles para nosotros. Tanto la crisis climática como la experiencia de la vida cotidiana laboral y formativa devienen en un sentimiento de vacío difícilmente contrarrestable sin una reconfiguración de la colectividad entera. Además, los referentes ideológicos con los que se ha legitimado el proyecto civilizatorio moderno hasta ahora ya no tienen el mismo peso en la imaginación colectiva que antes. Así ya no encontramos refugio a la insatisfacción de nuestra vida en ninguna causa mayor a nosotros, como en otros tiempos se encontraba en la religión o en la fe en el progreso tecnológico. Este proceso de desencantamiento ha resultado en un malestar mental generalizado a tal grado que la depresión es conocida en el campo de la psicología como “la enfermedad de la modernidad”.

Ciertamente esta no es la única explicación de la proliferación de la enfermedad mental. Sin embargo, resulta significativo que el crecimiento tan amplio que se ha dado de personas que se sienten enajenadas de la vida jamás indique a los defensores de la terapia universal que el problema no es individual sino colectivo. El resultado es una colonización de la terapia sobre dimensiones de la persona que no le corresponden.

La terapia es una herramienta muy útil de la que se puede echar mano cuando queremos tratar traumas pasados, conocernos mejor, entender patrones detrás de comportamientos aparentemente caóticos o, en sus vertientes más conductuales, acceder a técnicas de condicionamiento que podemos utilizar en ciertos momentos de crisis. En otras palabras, es una suerte de espejo que podemos usar cuando la reflexión solitaria no basta. Pero no es la llave maestra de nuestro ser. Se exagera su potencial cuando se considera que con sólo acudir a ella se aliviará todo malestar que supere lo físico. Se tergiversa su cometido cuando se utiliza para convertirnos en sujetos productivos, funcionales y acríticos.

El discurso del autocuidado centrado en la terapia incluso puede tener efectos adversos en la salud mental. Para que la terapia sea eficaz requiere de un compromiso individual con la reflexión acerca de nuestra historia de vida. Este compromiso se pierde cuando el impulso para ir es puramente externo. La consecuencia son procesos terapéuticos que se estancan en los mismos temas superficiales, particularmente en las fricciones de la interacción cotidiana.

Sin embargo, tiene un efecto menos notorio y mucho más dañino para la salud mental. Se trata del ajuste de las personas a situaciones laborales de explotación por medio de la terapia. Un ejemplo de este fenómeno es la popularización de la práctica empresarial de brindar acceso a tratamiento psicológico (en particular de la corriente conocida como psicología positiva) y técnicas de autocuidado a los empleados con el objetivo de generar “capital humano” propositivo y resiliente. En la práctica se trata de eliminar toda emoción “negativa” que pueda ser un obstáculo para la productividad. Cuando observamos el caso de México, el país con la jornada laboral promedio más larga del mundo según la OCDE, se vuelve evidente que la terapia y el autocuidado se están usando como maneras de ocuparse de los efectos negativos de la explotación en la psique sin resolver la causa estructural que los provoca. Ni el maestro más experimentado del mindfulness sería capaz de realizar el trabajo de 5 a cambio de un salario de hambre y no colapsar emocionalmente.

Del mismo modo, el discurso de la terapia universal se basa en la represión y corregimiento de todo sentimiento que nos aleje de la funcionalidad, la productividad y la sumisión. En suma se nos dice que somos sujetos inaceptables por presentar emociones completamente normales como el enojo, la tristeza y la frustración. Quien no logra suprimirlas se le llama inadaptado o débil. Se ha perdido la capacidad de ver en  alguien infeliz algo más que un fracaso, una anomalía que debe ser corregida. Esta exigencia imposible para la mayoría se convierte en un flagelo que profundiza aún más la depresión con sentimientos de culpa e inseguridad. Así, la terapia y el autocuidado llegan al absurdo de provocar aquello que buscan evitar.

La división binaria entre sujetos con y sin salud mental es, en el mejor de los casos, arbitraria y en el peor, manifiestamente política. No existe como tal una salud mental objetivamente definida ni universalmente aplicable. Hay una ausencia de consenso en las comunidades de psiquiatras y psicólogos sobre lo que constituye la salud y la enfermedad mental. Así, la enfermedad se percibe como algo autoevidente. Este es un problema central en la psiquiatría, la cual, a diferencia de otras ramas de la medicina, no utiliza los métodos etiológicos (buscar causas) o anatómico-patológicos (encontrar manifestaciones físicas) para clasificar enfermedades, sino que acude al método sintomático. En este sentido, la categoría de enfermedad mental resulta más normativa que descriptiva. Su forma de determinar lo que es una enfermedad y distinguir una de otra es por medio de la observación clínica de los pacientes que ya de antemano son considerados enfermos mentales. La consecuencia es un menosprecio de la dimensión social de los comportamientos y del relato personal del paciente. Así fue como comportamientos “socialmente indeseados” se hicieron pasar como síntomas de enfermedades mentales y legitimaron la persecución de grupos ya de por sí acosados como en el caso de la homosexualidad.

Nadie dudaría de que una persona con esquizofrenia tiene una enfermedad mental, sus alucinaciones y su evidente sufrimiento bastan. Sin embargo, mientras más nos alejamos del espectro de los “obviamente enfermos”, más palpable se vuelve la arbitrariedad de la división entre lo sano y lo patológico en cuanto a la mente. Hay personas que cuando, en el curso de su vida, son confrontados con alguna regla, sienten una urgencia incontrolable por romperla. Se les considera personas con trastorno antisocial de la personalidad. Hay personas con dificultad para socializar con otros, pero que muestran proeza en ciertas áreas del aprendizaje. La psiquiatría los clasificaría dentro del espectro autista.

La voluntad de clasificar comportamientos como síntomas de enfermedades mentales es infinitamente voraz y colonizadora. En ese sentido, existe una afinidad electiva entre la psiquiatría y el discurso de la terapia universal. Se podría decir que este último es una actualización de la voluntad psiquiátrica a la cultura laboral actual en donde proliferan las técnicas de autocuidado y la responsabilización del individuo. Las razones por las que alguien es invitado a ir a terapia no comparten ningún criterio establecido por métodos científicos. Lo único que comparten personas con historias de vida y características tan diversas es el ser moralmente inaceptables cuando se comparan con el sujeto ideal del neoliberalismo. En cada caso el criterio es que son inoportunos para la cotidianeidad y que otros se incomodan por su presencia. Lo que los psiquiatras llamarían un sufrimiento para el paciente y quienes lo rodean. En este caso como en muchos otros, el conocimiento es esclavo de las exigencias vitales de la sociedad en donde se produce.

Bajo el neoliberalismo vivimos una versión tergiversada de la fórmula utilitarista según la cual la virtud consiste en minimizar el dolor y maximizar el placer. La distribución actual de recursos se encuentra lejos de cubrir para todos aquello que consideramos “necesidades básicas”. Nos gusta proclamar que la alimentación completa, la salud íntegra, la educación de calidad, la seguridad de una vivienda, el tiempo libre entre muchas otras cosas son derechos. Lo cierto es que pocos tienen acceso siquiera a los 5 que acabo de enlistar y cada día se vuelve más incierta la cobertura de estas necesidades. Sin embargo, la fórmula se mantiene apenas como una farsa. Ya no es, como originalmente se concibió, un principio para organizar la convivencia gregaria y la distribución de recursos, es decir, un principio de virtud colectiva. Se ha convertido en una consigna superficial que, al individualizarse malentiende al placer como hedonismo, o bien se afana de corregir el dolor generalizado de las maneras más impotentes.

Incontables seminarios de coaching, cursos de mindfulness, terapias de psicología positiva y muchas otras fórmulas sencillas se han popularizado ante un panorama cada vez más sombrío en cuanto a las expectativas de vida disponibles. Los seguidores de estas fórmulas tan cercanas al sentido común neoliberal se reclutan entre los engañados por el discurso meritocrático, quienes digieren mejor sus consignas absurdas mientras más llamativo sea su lenguaje. Sólo un despistado escogería un psicoanálisis viejo y tardado sobre un novedoso neurocoaching que promete dar resultados certificados en semanas. También se enrolan en ellos una larga lista de personas que, siendo conscientes del panorama social que se les presenta, deciden vivir lo más felices que puedan aunque haya que fingirlo.

En suma, no se trata de eliminar el dolor sino de encubrirlo, de volverlo impronunciable. Llevado a sus últimas consecuencias, este discurso eliminaría al dolor del lenguaje de uso cotidiano para que en su lugar queden sólo sonrisas frívolas en los rostros de autómatas eficientes y sumisos. Sin embargo, esto sería vivir en negación. La voluntad de felicidad no es más que cobardía. Es absurdo ignorar aquello que sabemos en nuestro interior que está ahí. Si queremos cambiar el dolor, ya sea individual o colectivamente, el primer paso es aceptarlo. Dejemos de creer que el dolor es la vergonzosa marca de una vida menos digna de vivir. Hay que abrazarlo sin reservas, como semilla de nuevas transmutaciones. Muchas veces hace falta una pausa de la sobreestimulación constante del día a día para por fin considerar que no tendríamos por qué estar felices y satisfechos todo el tiempo. Inadvertidamente la felicidad se ha vuelto un nuevo amo, que lejos de ser un objetivo que podamos alcanzar nos domina y nos obliga a “ser nuestro mejor yo” todos los días.

Como correlato político y económico, empresas y gobiernos han aprovechado la ola del autocuidado como una oportunidad para absolverse de obligaciones que les corresponden. La noción de felicidad, aparentemente tan inofensiva, no está exenta de consideraciones ideológicas, históricas y morales. Como explica la socióloga Eva Illouz, se ha invertido la pirámide de necesidades que por muchos años dominó la cultura laboral. Si antes se consideraba que la felicidad era un estado al que se accedía una vez que alguien tenía todas sus necesidades cubiertas, en el escenario de precariedad laboral neoliberal las oportunidades para satisfacer las necesidades básicas sólo se les presentan a aquellos que ya son felices de antemano sin importar su situación.

En el fondo, lo que se propone es un tipo ideal de sujeto político que sea individualista, automotivado, optimista, inteligente, determinado, asertivo y sobre todo resiliente. Si admitir la existencia del dolor se ha vuelto inaceptable es principalmente porque las emociones positivas se explotan y se ponen al servicio de la productividad. El ejemplo principal de esta explotación emocional son los cursos de mindfulness que ofrecen varias empresas a sus empleados. En pocas palabras, el mindfulness es una estrategia mental con la cual, según sus seguidores, se puede estar feliz y presente todo el tiempo. Con el sólo truco de vivir en el presente podemos encontrar placer hasta en las actividades más mundanas y tediosas. De este modo los altos mandos de las empresas esperan que tareas como hacer tablas de excel, el trabajo de fábrica o las jornadas de 12 horas no sean tan degradantes y alienantes. Desde luego esas son tareas que ellos de ningún modo estarían dispuestos a realizar.

Al mismo tiempo que el discurso de la terapia ha sido refuncionalizado para ponerse al servicio del capital, también se ha convertido en un obstáculo para hacerle frente a muchos problemas estructurales que no son de índole psicológica. Se ha utilizado el lenguaje de la salud mental para restarle importancia a los problemas estructurales. Se pretende que la responsabilidad del bienestar recaiga únicamente sobre cada individuo, reforzando de paso el discurso meritocrático. Exclusión social, desigualdad creciente, recortes de programas públicos, precarización laboral, incertidumbre de empleo; estos son algunos de los muchos problemas que quedan opacados por el discurso de la terapia universal y las soluciones individualizadas. Paradójicamente todos estos problemas tienen un efecto negativo en la salud mental. Ignorarlos equivale a contribuir a la proliferación del malestar mental.

Ante una cultura que presenta a la felicidad como el objetivo último mientras las condiciones objetivas de la vida son críticas, quizá sería mejor pensar en nuevas categorías a que aspirar. Sería mucho más gratificante transicionar de la felicidad a la plenitud, de la comodidad a la autenticidad y de la salud mental a la salud existencial. Ante un escenario en que la terapia y el autocuidado parecen ser nuestras únicas herramientas al enfrentar un panorama hostil resulta de gran importancia recordar lo obvio. La terapia no resuelve las contradicciones del capitalismo ni las paradojas existenciales de la modernidad. En última instancia no hay más salud mental que la que construimos recogiendo y ensamblando nuestras piezas derramadas constantemente como mejor podemos. Si en ese proceso decidimos hacer uso del recurso de la terapia es muy probable que ésta sea de gran ayuda, pero esa decisión tiene que ser nuestra. No dejemos que este recurso se nos arrebate y se utilice como el flagelo que nos discipline. Hay que reapropiarse de la terapia para que no se vuelva otra herramienta de la enajenación.

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¡Ve a terapia! Un discurso de enajenación

Una respuesta

  1. Hola Gerardo! Estuve el día del estreno del Goya 6 en la Facultad de Derecho. Te escuché hablar de tu artículo y me pareció muy interesante. Hoy me reencontré con tu texto y por eso te escribo para felicitarte por tu publicación.

    Me pareció muy acertado el enfoque que le das a la terapia psicológica, dado que a las empresas sólo les interesa el bienestar de los empleados para verse beneficiados, sin importarles la salud mental de éstos. Se nota que te documentaste mucho sobre el tema, pues tienes un dominio total y me gustó la forma en que lo abordaste. Como futura profesional de la salud mental, me parece fundamental que se hable sobre la necesidad de la atención psiquiátrica y la psicológica, para evitar estigmas y mitos sobre este derecho, y que lo más importante, debería de ser, poder ayudar a los pacientes. Algo que me llamó mucho la atención es ver la salud mental desde un enfoque social, pues siempre se toma en cuenta el aspecto clínico.

    Yo también he publicado algunos artículos en Goya y comparto contigo la pasión por la escritura. Soy estudiante de primer semestre de la carrera de Neurociencias y como puedes ver, me apasiona el tema de la salud mental.

    Sigue escribiendo!!!

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