Facultad de Estudios Superiores (FES) Aragón
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Muchas personas aseguran haber superado los dogmas tradicionales, pero eso no significa que la fe haya desaparecido. Lo que ha cambiado es su forma. Actualmente, nuevas creencias y prácticas como el horóscopo, el tarot o el activismo social cumplen funciones similares a las de una religión, aunque sin la presencia de divinidades.
Sin embargo, esta transformación no se da de manera uniforme en todos los contextos. Mientras que en algunas regiones las iglesias pierden feligreses, en otras crecen con fuerza. Uruguay y México son dos países latinoamericanos que permiten observar cómo se expresa esta tensión de manera muy distinta.
En 2023, el diario El Observador informó que en los departamentos de Artigas, Rivera y Cerro Largo, un sector de la población se identificaba como evangélica pentecostal. El sociólogo especializado en religión, Néstor Da Costa, señala que para comprender las prácticas religiosas en estas áreas fronterizas es clave considerar la influencia de Brasil. La frontera seca ha funcionado históricamente como una vía de ingreso para nuevas corrientes religiosas provenientes de ese país.
La ciudad de Montevideo y la costa sureste del país muestran una realidad diferente, ya que en estas zonas predominan los ateos, los agnósticos y los creyentes desvinculados de instituciones religiosas. Para el antropólogo Nicolás Guigou, esta diferencia está relacionada con el nivel de capital cultural de las ciudades: a mayor capital cultural, mayor es la capacidad de las personas para seleccionar libremente su espacio de creencias. Da Costa añade que el ateísmo en Uruguay es, en su mayoría, masculino e ilustrado, aunque esta característica no excluye otras formas de ateísmo.
La particularidad uruguaya responde también a su historia. La laicidad es un rasgo central de la identidad nacional. Según Da Costa, Uruguay no se parece a ningún otro país en términos de su proporción de personas ateas. El ateísmo, en este contexto, se transmite dentro de las familias, posee patrones culturales propios e incluso cuenta con una cierta institucionalidad. Se trata de un fenómeno estable que forma parte del entramado cultural del país, aunque su evolución futura sigue siendo incierta.
México, en cambio, ha experimentado una separación más compleja entre Iglesia y Estado. En 2010, había 5.3 millones de personas sin religión; para 2020, esa cifra aumentó a 9.5 millones. La generación Z, compuesta por personas de entre 15 y 29 años, es la que más se distancia de las instituciones religiosas, seguida por los millennials, cuyas edades oscilan entre los 30 y 44 años. A pesar de este alejamiento, la religión católica continúa siendo la más practicada en el país. Según el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), en 2020 más de 90 millones de personas se identificaban como católicas, mientras que más de 16 millones pertenecían a otras religiones.
Las diferencias dentro del mismo país también son notables. El Estado de México concentra la mayor cantidad de personas ateas o agnósticas, seguido por la Ciudad de México, Chiapas, Baja California y Veracruz. A pesar de estas cifras, la mayoría de la población mexicana mantiene algún tipo de relación con lo sagrado, ya sea desde perspectivas teísta, deísta o panteísta. En este contexto, el Dios trinitario del catolicismo continúa siendo la figura con más seguidores.
Los cambios en las creencias no solo repercuten en lo social, sino también en el plano emocional. La encuesta Generaciones y Género de 2023, realizada por la Universidad de la República, mostró que quienes tienen alguna afiliación religiosa tienden a reportar un mayor nivel de satisfacción con la vida que quienes no la poseen. Este hallazgo resulta especialmente importante al analizar la elevada tasa de suicidios en Uruguay, que es más del doble del promedio regional y una de las más altas a nivel mundial. Entre 2022 y 2025, 2,351 personas se quitaron la vida, según datos del Instituto Nacional de Estadística (INE).
Este vínculo parece respaldar las observaciones de Émile Durkheim, quien indicó que, en proporción, quienes no practican ninguna religión presentan una mayor propensión al suicidio. Según Da Costa, esto no significa que la religión sea una protección absoluta contra el suicidio, pero sí brinda un sentido de cohesión social, pertenencia y apoyo simbólico para enfrentar el sufrimiento.
La necesidad de una estructura simbólica también puede verse en el modo en que las generaciones jóvenes han resignificado su relación con lo espiritual. De acuerdo con el doctor Fabián Acosta Rico, investigador de la Universidad del Valle de Atemajac (UNIVA), en Guadalajara, las y los jóvenes mexicanos, al igual que en otros contextos occidentales, tienden a alejarse de las religiones tradicionales. A diferencia de sus abuelos, que crecieron bajo una fuerte influencia de lo sagrado, las nuevas generaciones encuentran espacios de sentido en el centro comercial, el gimnasio, las redes sociales, los videojuegos o las plataformas de entretenimiento.
Aunque algunos pensadores como Michel Onfray, Sigmund Freud, Karl Marx y Friedrich Nietzsche han adoptado posturas críticas hacia la religión —considerándola mala y perniciosa, una patología colectiva o un instrumento de dominación—, la necesidad de creer no ha desaparecido. Desde el siglo XIX se pensaba que el avance científico y tecnológico conduciría al declive de lo religioso; sin embargo, esta expectativa no se ha cumplido plenamente.
La palabra religión proviene del latín relegere, que significa “agrupar”, lo que pone en evidencia su función social. Desde la perspectiva sociológica, la religión cumple un papel fundamental en la integración de las comunidades. Se puede definir como un sistema coherente de creencias, prácticas y valores centrados en lo sagrado. Estos sistemas se manifiestan a través de rituales, textos sagrados, comunidades de creyentes y experiencias espirituales, ofreciendo así una interpretación del mundo y un marco ético que orienta la conducta humana.
En última instancia, las creencias no son solo convicciones individuales. Reflejan historias colectivas, geografías particulares y dimensiones emocionales. Uruguay y México demuestran que existen múltiples formas de relacionarse con lo sagrado, siempre en diálogo con las transformaciones sociales. En tiempos de incertidumbre, la búsqueda de sentido sigue siendo una fuerza vital. Aunque cambien sus formas, el deseo humano de creer, pertenecer y encontrar propósito permanece. Tal vez el futuro no esté marcado por el fin de la fe ni por su retorno tradicional, sino por una espiritualidad plural y cambiante que acompañe a cada generación en su propio camino.
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