Facultad de Estudios Superiores (FES) Acatlán
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Este pasaje no sólo retrata un momento íntimo entre Jesús, su madre y el discípulo amado, también revela el poder del amor en medio del dolor. Las madres buscadoras viven esa misma paradoja: el sufrimiento más profundo sostenido por un amor que no se rinde. Ellas, como María al pie de la cruz, permanecen firmes, exigiendo verdad, justicia y memoria.
Fue el primero de mayo, con el alba apenas asomando, cuando me dirigí al punto de reunión en Metro Chabacano para participar en una brigada de búsqueda, la Quinta Brigada Regional de Búsqueda en el Ajusco. Traía el cuerpo desvelado, el estómago revuelto entre nervios y cansancio, y una gorra perdida en el camino. Por suerte, el horario se había retrasado por la festividad, y eso me dio un respiro. Vistos desde fuera, podríamos parecer un grupo de senderistas o ecoturistas, pero no era un paseo recreativo ni por asomo: íbamos a buscar restos humanos.
En México hay más de 125 mil personas desaparecidas. La mayoría son hombres jóvenes de entre 20 y 34 años y mujeres adolescentes. No es una historia de buenos contra malos. Es una tragedia nacional donde, en promedio, desaparecen 7 mujeres al día, como si hubieran sido tragadas por un agujero que nadie quiere sellar.
Ese día fui solo. Socializar en un contexto así me daba una cosquilla impertinente. Pero tras un retraso con el camión que se descompuso a 20 minutos de llegar, terminé platicando, afortunadamente, con Anne —una compinche puma de la carrera de Desarrollo y Gestión Interculturales—, Xoco y Maya. Sin ellas y él, quizá no habría soportado el viaje. Mientras una combi prestada por la alcaldía intentaba subir el Ajusco, me contaban sobre el colectivo, las brigadas pasadas y los hallazgos recientes.
Los huesos hablaron el lunes 28 y el martes 29 de abril, así lo dijo sin titubeos Jacqueline Palmeros, madre buscadora y líder del colectivo “Una luz en el camino”. Fue por ella que yo estaba ahí. El martes narró, con voz curtida de tanta tierra, que los restos fueron localizados por las autoridades y ahora están bajo resguardo de la Fiscalía de la Ciudad de México. Una vez más, cuerpos mudos en manos de un Estado silente.
“El lunes fue el día con más hallazgos; el martes se sumaron tres y descartamos algunos”, compartió Jacqueline, quien al bajar de la furgoneta nos ofreció un lonchecito para aguantar la jornada. No es sólo vocera y líder, es la madre de Jael Monserrat Uribe Palmero, desaparecida desde el 24 de julio de 2020. Apenas el año pasado la encontraron, en la Cuarta Brigada, en el paraje conocido como Llano de Vidrio. Desde entonces, Jacqueline grita, exige y clama apoyo integral para quienes ni una pista tienen de sus seres queridos.
Al llegar, la escena era agotadora. Entre medios, policías, bomberos, funcionarios, el ejército, colectivos, familiares y nosotros —los solidarios, como nos llaman—, la jornada parecía un mercado humano. Más de 130 personas apretujadas entre tierra y grava, buscando lo perdido.
Antes de salir con picos, palas, rastrillos y machetes, nos reunimos a rezar con las familias. “Yo ya tengo la bendición del padre, mejor vayan ustedes”, dijo una bombera, quien nos alentó a ir al rezo colectivo. Nos acercamos al círculo. Comulgamos con una tristeza espesa. Me acerqué esquivando policías y soldados. Apenas alcancé a oír: “Tu luz, Señor, nos hace ver la luz. Envíanos tu verdad y que nos guíe en esta búsqueda”.
Se me revolvió el estómago. Al final, el grito. Ese cántico que resuena en cada brigada, en cada jornada de dolor y esperanza: “¡¿Por qué los buscamos?! ¡Porque los amamos!”.
Nos dividimos en cuatro equipos; yo quedé entre el tres y el cuatro. Al reunirnos, compartimos espacio con las familias. Me tocó cerca de Inés Lázaro, una mujer de sesenta y tantos que, pese a los años y el desgaste, sigue firme en la búsqueda de su hijo Francisco Sandoval Lázaro, desaparecido el 26 de abril de 2018, cuando iba a recoger a su esposa en Cuajimalpa, pero nunca llegó.
Inés me habló de las herramientas, de cuál conviene para el tipo de terreno que íbamos a recorrer. Ella lleva su favorita: la varilla. Uno la clava en la tierra y, al sacarla, la huele. Si hay un olor a podredumbre, es señal de alerta. Fue una técnica propuesta hace años por un padre buscador. Aunque ya no es tan efectiva, Inés la usa también como bastón: es casi de su estatura.
Unos periodistas de Sin Embargo se acercaron a entrevistarla. Me colé unos minutos, pero nos interrumpieron con las indicaciones. Se juntaron en bolita, sin megáfono, al ras del sol y una plétora de personas moviéndose alrededor. Alcancé a escuchar lo esencial: si alguien encontraba un resto óseo, debía avisar de inmediato a una familia o a algún voluntario de antropología forense. Luego nos repartimos por zonas, en hileras, y comenzamos a buscar.
No quise separarme de Xoco ni de Anne. Tenía miedo. Nos acompañaban algunos policías, un perro rastreador y elementos de los Zorros y el Ejército. Las madres, expertas en lo suyo, insistieron antes de partir: “tomen agua, cúbranse del sol, no se despeguen”. Y así, comenzó el peinado del terreno. Barrancas, hojarascas espesas, nidos de arañas, serpientes, micelio esponjoso y además las rocas volcánicas bloqueaban la vista. El terreno estaba demasiado accidentado.
Durante un descanso, me acerqué a un grupo de chicos del ITAM que conversaban con el pastor Miguel sobre un fraile franciscano: Maximiliano Kolbe. Aquel Santo ofreció su vida en Auschwitz a cambio de la de un padre de familia. “Dicen que todos murieron en paz en la cámara de gas”, contó con entusiasmo. Se echaron una bendición. Mientras los escuchaba, me encogí ante esa fe. ¿Por qué Dios otorga santidad a través del sufrimiento?
Y se me ocurrió el rezo: “Madre nuestra que estás en los cerros, santificada sea tu búsqueda, venga a nosotras tu fuerza, hágase tu justicia, en la tierra como en el cielo”.
El receso terminó. Fue cuando noté que no sólo había veteranas en la búsqueda, también había novatos: familias nuevas, algunas aún con la esperanza de encontrar a sus desaparecidos con vida, pero ya involucradas en la causa; solidarios recién empezados como yo. Tal vez rezar, no suena tan mal.
Había todo tipo de personas. Me llamaron la atención dos policías maquilladas, sudando como todos, diferentes de otros compañeros que, con pico y machete, jugaban al macho en la selva, más atentos a las cámaras que al suelo. Era un show tanto para ellas, como para los funcionarios ausentes. Una de esas policías, eso sí, alcanzó a amortiguar la caída de una solidaria en una zanja. Algo es algo.
Seguimos peinando la zona. Los pensamientos se arremolinan. Hay un desbordamiento insoportable cuando uno presta sus manos y sus ojos por esta causa al ser inexperto, uno no sabe qué está buscando en realidad. ¿Será un hueso o una piedra? ¿Este resto es de animal o de humano? ¿Se me habrá pasado checar bajo esas rocas? ¿Busqué bien? ¿Qué debo buscar?
Se convierte en una desesperación, pues buscas cambiar una realidad. La esperanza se torna frustración. Buscas bajo las piedras, lugares bien inverosímiles, las puntas de los árboles, arriba, abajo, en medio, por todos lados. Atiendes a ese sentimiento de sed de querer encontrar. ¡Quieres encontrarles! Te viene ese pinche refrán: “buscas una aguja en un pajar”, pero no es una aguja en pajares, es una vida en una fosa, buscar un hijo donde otros sólo ven escombro, buscar el nombre que la tierra quiso tragarse, hurgar entre el polvo del olvido a quien nunca debió desaparecer. No es una aguja, es un hijo, una hija. Y el pajar, un país lleno de sangre.
Aquí fue donde me acerqué a Claudia San Román Aguilar, tras un susto con una víbora y al examinar con la varilla un suelo que parecía extraño. Ella vestía una playera blanca con el rostro de su hija, Reyna Karina San Román Aguilar, desaparecida a los 25 años en Tlalnepantla, Estado de México.
Claudia me explicó que hay una diferencia clara entre el hedor de un animal muerto y el de una persona. Lo dijo como si compartiera un dato cualquiera, pero su tono y su experiencia le daban un peso distinto. Me quedó grabado. No es información que se lee en manuales, sino que se aprende en carne viva. “Las madres terminamos siendo expertas en todo”, dijo. Y tenía razón: se vuelven peritas en legalidad, ciencia forense, terrenos, restos. Una sabiduría que nace del dolor.
La búsqueda se extendió más de cuatro horas. Cada metro había sido un desafío, cada piedra un recordatorio del hostil paisaje. Pero nada detenía a las familias. Ni el calor, ni la fatiga, ni el miedo. Finalmente se declaró limpia la zona por baja probabilidad de hallazgo. Nos recogieron por un camino de tierra y volvimos en camiones al punto de encuentro para movernos de ahí. El clima cambió: el día se volvió frío y húmedo. Llovía. Nos lloraban los cielos.
Tras la foto grupal, nos reunimos en el salón principal del albergue para escuchar el informe del día. A un costado del gran salón donde era un pequeño refugio para los brigadistas, había un altar: pancartas con rostros, veladoras, fichas de búsqueda, fotografías, flores. La atmósfera era solemne. Me invadió una sensación de impotencia: desear poder hacer más.
Durante el recuento, en una especie de rueda comunitaria, se sentía la fatiga acumulada. Las respiraciones se pausaban, los cuerpos se aflojaban. Jacqueline tomó la palabra. Me senté junto a Anne, cerca de la familia de Inés. Compartimos algunas palabras antes de que ella se dirigiera al frente con las demás madres.
Jacqueline fue clara: “hay un cuerpo operativo que camina con nosotras y es muy empático”. Se refería a la Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas (CEAV), presente desde el primer día. No hablaba por cortesía, sino con la certeza de quien ha visto el acompañamiento real. Pero también dijo lo otro, lo que pesa: “el Comisionado de Búsqueda local, Enrique Camargo, no vino al campo, no vino con las madres”. No había rabia en su voz, sino la decepción de quien ha tenido que cargar sola lo que debería ser una responsabilidad compartida. Otra madre se quejó de que las autoridades la apuraban a seguir el ritmo: “es una búsqueda, no una carrera”, reclamó.
Siguieron los informes de presencia y apoyo: ejército, Zorros de la SSC, Bomberos, Corenadr, GEABI, Comisión de Búsqueda local, ERUM (Escuadrón de Rescate y Urgencias Médicas). Los de la Guardia Nacional fueron criticados, pues se integraron más tarde a la brigada y no tuvieron el interés de decir algo.
Al final del día no encontramos nada, sin embargo, las madres contagian un sentido de alivio, porque ahora saben al menos que en esa zona no hay restos. Se sienten más tranquilas. Terminan con el rito, clausurando la jornada de hoy: “¡¿Por qué las buscamos?! ¡Porque las amamos!”
Al final de la jornada, nos sirven un banquete comunitario: pollito con mole y sopita. Más que hambre, tengo sed, pero no se le hace el feo a la comida regalada, y menos si está hecha con amor. Nos sentamos Anne, Xoco, Maya, su amiga y un ingeniero del ITAM. Entre cucharadas, escuchamos testimonios. Todos coincidimos: fue una experiencia reveladora, entrañable, aunque desgarradora.
También surgen murmullos incómodos. Alguien imita al policía que escuchó: “esto es puro cuento para los medios”. Otro responde: “¿a poco tú sabes dónde está la mera galleta?”. El policía calla. Otro repite lo que oyó de un ayudante de alcaldía: “se sabía que aquí no iba a haber nada… pero luego las familias se ponen ‘picky’ si no buscamos donde dicen. Son bien peleoneros”.
Comentarios como estos acrecientan la desconfianza. ¿Quién está coludido con quién? ¿Quién es el verdadero enemigo? Aquí no hay un único diablo ni un santo redentor. No hay enemigo principal, pero sí muchos. Y, sin embargo, las críticas se dirigen siempre a las madres: “de seguro están haciéndose mensas”, “eso no les pasa a las buenas personas”, “nomás quieren sacar dinero”, “deberían ponerse a trabajar y a cuidar a los hijos que les quedan”. El ciclo de revictimización continúa.
Buscar no tendría que ser trabajo de las madres. Pero ellas necesitan certeza. No me atrevería a juzgarlas. Sus hijas e hijos aún están en todas partes. Le confieso a Xoco que me hubiese gustado haber encontrado a alguien, y ella me responde: “a veces pasa así, a veces quieres encontrarlos, pero otras no”. Aunque no caen fuera de la realidad, las familias mantienen la esperanza de encontrarlos vivos. Entonces, te debes mantener positivo. Aunque uno no desaparece del todo, deja reminiscencias de las presencias, necesita descansar tranquilo. Acá no hay duelo, sólo lucha.
Lavo los platos tan rápido como puedo. Mis manos, agotadas de picar tierra, apenas responden. En eso aparece Claudia, la madre de Karina. La saludo, aunque al principio ni me ubica, poco a poco le deslumbra el recuerdo de nuestra plática. Nos agradece por asistir. Pero somos nosotros quienes nos sentimos más agradecidos. Le pregunto cómo se siente; se había retirado antes porque se le bajó la presión. “Mi corazón se está ensanchando”, me confiesa. Y en su rostro se nota el miedo, no por ella, sino por la urgencia de encontrar a su hija. Le quiero prometer, pero no me atrevo porque no quiero sonar impertinente, en mi mente lo repaso: quiero seguir luchando con ella para encontrar a Kary. Sin embargo, me limito a abrazarla. Nos apura, como buena madre, porque los camiones ya están por irse. Me despido de quienes puedo, de los organizadores, de las familias, de quienes se quedan la noche para seguir mañana con la jornada. Gracias, les digo, por tanto. “¡¿Por qué los buscamos?! ¡Porque somos las únicas que pueden encontrarlos!”
¿Sabías que hay un memorial de víctimas de la violencia estatal en Chapultepec? Conmemora a quienes murieron en la guerra de Calderón, pero no creo que esas paredes resignifiquen el dolor. Lo verdadero está aquí. En estas brigadas. En la búsqueda. En la compasión. Es lo mínimo que uno puede sacar tras la tragedia: la comunión. Por eso, al igual que muchos de mis compañeros y compañeras escritores, escribir esta experiencia para alentar más y más gente a barrer el miedo y crear consciencia es lo mínimo que puedo hacer.
En el camión, al final quedamos tres chicas y yo. El chofer preguntó con genuina curiosidad: “¿y si encontraron algo?” Negamos con la cabeza. A veces, la tranquilidad también es un gran hallazgo. Él nos cuenta una historia de cómo el Ajusco seguirá siendo zona roja, que incluso los aledaños saben bien dónde, yo creo que todos lo sabemos, lo difícil es darnos una entrada. Hay que rezar para terminar con este dolor.
“No nos dejes caer en la desesperanza, y líbranos del silencio. Porque tuyo es el pico y la varilla, la rabia y la ternura, por todas las y los desaparecidos, por los siglos de los siglos. Amén”.
No suplican ser encontrados, gritan, protestan, se manifiestan contra la ausencia. Ese día, me sentí abrazado. La desaparición forzada no es ajena para nadie que viva en México. Negarla sería insensible y negligente. No hay que ser indiferentes, yo prefiero odiarlo con todo mi ser. Lo odio y me desespera cuando me dicen: “No te enojes, no sirve de nada”. Sin saber que la furia también es motor. Esa chispa de indignación puede encender fuegos. Fuegos. Que un día, con mucho esmero y con ilusión, nos servirán para alumbrar en la oscuridad con la antorcha de la justicia.
¿Cuándo dejaremos de violentarnos? No vendrá Dios del cielo a detener guerras. No será Dios quien nos saque de las fosas. Nos toca a nosotros. Ser compasivos. Renunciar al poder divino, aunque eso implique sacrificio. Por nuestras madres, por nuestras familias, por nosotros mismos.
No sé si creo en Dios, pero dicen que es todo. Y desde ese día, puedo afirmar una cosa: Dios es madre, y nos está buscando.
¡Hasta encontrarlos!
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Una respuesta
El pasaje con el que entro, que omitieron al inicio de la crónica es el siguiente:
Cuando Jesús vio a su madre y al discípulo a quien él amaba a su lado.
Dijo a la madre: —Mujer, ahí tienes a tu hijo.
Luego dijo al discípulo: —Y ahí tienes a tu madre.
Juan 19:26-27