Facultad de Estudios Superiores (FES) Aragón
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Tras el estreno de PRI: Crónica del Fin, escrito y dirigido por Denise Maerker, el morbo colectivo se palpa; el tráiler, sazonado con el himno de protesta de Molotov, promete un festín de archivos inéditos y confesiones íntimas del partido que durante décadas devoró la institucionalidad mexicana. Lo verdaderamente revelador no es el documental, sino la reacción del público: una obsesión malsana, un fetichismo capaz de convertir a los, llamados por distintos sectores, “vengadores de la corrupción”, en estrellas de un reality show político, quienes aparecen sonrientes en pantalla, como si sus actos se borraran por el simple hecho de ser parte de la historia.
Sin pudor, comienza el desfile de fantasmas: Carlos Salinas de Gortari aparece mostrando la misma sonrisa con la que justificó el fraude del 88 y el arranque del neoliberalismo—con sus privatizaciones de Telmex y la banca, el TLCAN y la desigualdad estructural— que fracturó la estabilidad del país. Enrique Peña Nieto, el rostro joven del “nuevo PRI”, reaparece para recordarnos la Casa Blanca, la Estafa Maestra y la herida abierta de Ayotzinapa. Elba Esther Gordillo, la “maestra” que convirtió al SNTE en su feudo personal, posa como si su encarcelamiento por corrupción hubiera sido un malentendido pasajero. Y como broche de oro del cinismo, Alejandro “Alito” Moreno se permite decir, sin titubear: “Nosotros construimos este país”.
Y sí, Alito tiene razón, aunque no como él cree. El PRI construyó un país: bajo el PNR y el PRM levantó instituciones como Pemex en 1938 y el IMSS en 1943, administró el llamado “milagro mexicano”; estabilizó al Estado tras la Revolución. Pero lo hizo sobre arenas movedizas: fraudes electorales, el dedazo presidencial, sindicatos charros, el corporativismo que compraba lealtades y una paz cimentada en la represión. También fue el responsable de la matanza de Tlatelolco en 1968, del Halconazo en 1971, de la guerra sucia contra disidentes, de Aguas Blancas en 1995 y de Acteal en 1997. Lo que construyeron con una mano, lo devoraron con la otra.
Las redes ya hierven con memes y comentarios. Pero, ¿qué es este fenómeno?, ¿por qué la gente está tan emocionada con estos personajes? Y no hablo de un interés crítico, sino de una obsesión que raya en la idolatría, como si de héroes se tratase —cuando dichos personajes que pedían a gritos la confianza del pueblo, terminaron traicionándolo—. Esta obsesión no es admiración: es el síntoma de un país con síndrome de Estocolmo colectivo, que no logra superar a quienes lo traicionaron. Convierten la tragedia nacional en entretenimiento, y en ese proceso, banalizan el daño real causado a millones de mexicanos.
Frente a esta euforia mediática, el PRI juega con descaro. Su nueva propaganda pregunta: “¿Nos extrañas?” ¿En verdad creen que extrañamos cuando la palabra democracia se deletreaba en tres letras —PRI— y un solo partido? ¿Extrañamos las elecciones de “carro completo”, la prensa amordazada, la represión a estudiantes y campesinos, la corrupción como política estatal? ¿Existe una pizca de anhelo en algo tan atroz como esto? No es simple nostalgia: es la normalización de la impunidad convertida en espectáculo.
Hoy el PRI se enfrenta a un dilema existencial. ¿Renacerá de las cenizas cual ave fénix o estamos presenciando su funeral oficial? La pregunta incomoda porque la respuesta es obvia: el PRI nunca murió. Mutó de nombre, se recicló en colores, pero su esencia sigue viva. No en ellos, sino en nosotros, en la estructura política que permitimos seguir intacta. Aquí es donde resuena la advertencia de que México es “la dictadura perfecta”: un régimen tan sofisticado que parece democracia, un autoritarismo que no necesita tanques en la calle porque controla las reglas del juego.
La reflexión es brutalmente vigente. Hoy en día, mientras MORENA replica viejas prácticas —la concentración de poder, el culto al líder, el acoso a instituciones autónomas—, entender la historia del PRI no es un ejercicio de nostalgia. Es un manual de supervivencia democrática. Si la memoria se usa como entretenimiento, deja de ser memoria y se vuelve complicidad. No puede rebajarse al morbo: debe volverse vigilancia para no volver a ceder ante el poder.
El valor del documental no dependerá de Denise Maerker, sino de nosotros como espectadores. Porque no basta con ver, hay que observar; no basta con escuchar, hay que investigar. El peligro es claro: si seguimos romantizando a nuestros verdugos, si seguimos mirando la política como si fuera un show de Netflix, la historia volverá a repetirse. No con un hombre fuerte como dictador, sino con un partido entero que perfecciona la maquinaria del autoritarismo con nuevos colores.
El despertar democrático de México no ocurrirá hasta que entendamos que, si no rompemos con esta dictadura perfecta, pronto, quizás en unas décadas, tendremos que estrenar otra Crónica del fin.
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