Facultad de Filosofía y Letras
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No creo que haya algo totalmente elogiable en el sistema educativo actual, pero tampoco algo totalmente reprobable, y es que entre lo blanco y lo negro hay un abismo de grises en donde la educación y la inseguridad se cruzan.
Vivir en este momento, año 2025, sin duda es un privilegio paradójico. Nos encontramos en una era donde el conocimiento está más cerca que nunca: a un clic de distancia, al alcance de una pantalla. El acceso a la educación, que por siglos fue el privilegio de unos pocos, hoy se desborda como una promesa de esperanza para muchos, pero no para todos. Plataformas digitales, universidades virtuales y bibliotecas infinitas, hoy son puertas para que cualquier mente curiosa pueda sumergirse en el universo del saber; algo inimaginable en los siglos pasados, pues nunca antes habíamos tenido tantas oportunidades de aprender, de cuestionar, de crecer.
Este tiempo nos brinda herramientas inimaginables. Se han democratizado los saberes, las aulas se han expandido más allá de sus muros físicos, el maestro, antes figura tan lejana e intocable, ahora puede ser un rostro amable, una voz cercana. Actualmente hay una especie de invitación constante al descubrimiento, pero en medio de esta luz, es inevitable preguntarse: ¿por qué, si la educación está más cerca que nunca, sigue habiendo tantos obstáculos para alcanzarla?, ¿por qué para muchos sigue siendo un fantasma?
La respuesta está en la sombra que recorre nuestras calles: la inseguridad. En México, el miedo camina a nuestro lado. Se ha instalado en las aulas, ha interrumpido los sueños para hacerlos pesadillas, ha silenciado las risas de niñas, niños y jóvenes que deberían estar aprendiendo el abecedario o resolviendo ecuaciones para luego regresar con sus familias, no para esconderse de la violencia. La educación, ese derecho que en México se viola una y otra vez, que se ve truncado por la presencia latente de la delincuencia, el crimen organizado, el abandono y la indiferencia de las personas con corbata.
Hay estudiantes que recorren largos trayectos a pie con el alma en un hilo, temiendo no sólo al hambre o la pobreza, sino a los disparos, a los secuestros, a los feminicidios. Los maestros enseñan con el corazón desgarrado y la garganta hecha nudo sabiendo que algunos de sus alumnos no volverán al día siguiente porque fueron desaparecidos, reclutados o simplemente perdieron la esperanza. En México, la escuela no es un espacio seguro: es un frente de batalla con la constante interrogante: ¿cómo se puede aprender con libertad?
Es esta dualidad la que define nuestra época: por un lado, la luz del conocimiento se expande con fuerza; por el otro, las sombras de la violencia amenazan con apagarla; es el debate entre ganarlo o perderlo todo. Porque sí, es valioso vivir en este momento: somos testigos de avances que generaciones anteriores ni siquiera soñaron, pero también es un momento en que la dignidad humana es puesta a prueba, donde educarse se ha convertido en un acto de resistencia.
Frente a esta realidad, la educación adquiere una dimensión aún más profunda: ya no es sólo una herramienta para el progreso, sino un acto de valentía, una declaración de vida. Quienes nos educamos hoy en México no sólo es en busca de un mejor futuro, también desafiamos al miedo, reclamamos nuestro derecho a existir con dignidad y rebelarnos contra la injusticia. Y eso es, quizá, lo más hermoso y trágico de esta época: que en medio de la violencia, los libros siguen abiertos.
No basta con celebrar el acceso a la educación si no se garantizan las condiciones para ejercerla plenamente. No basta con ofrecer plataformas y contenidos si no cuidamos a quienes las utilizan. La política pública debe mirar con profundidad esta herida, porque invertir en seguridad es también invertir en educación, porque proteger a los estudiantes es proteger el futuro, y velar por los maestros es preservar la sabiduría.
Más que elogiar a la educación actual, elogio a todos aquellos que con ojos llorosos y corazones quebrantados seguimos formándonos, porque educarse es un acto de fe en uno mismo y en el otro. Vivir en este tiempo, con sus luces y sus sombras, es una oportunidad preciosa y desafiante; que no se nos olvide: a pesar del miedo, seguimos aprendiendo. Y mientras haya quien estudie, la esperanza seguirá viva, escribiéndose en cada cuaderno abierto, en cada aula que resiste y en cada voz que, aún temblorosa, se atreve a preguntar.
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